Todos los discursos –el poder, la ciencia, la política,
el arte, la poesía– comparten el
mismo elemento: la lengua, el lenguaje, el habla. Los grandes discursos y los discursos menores (menores
porque atañen a un número concreto y limitado de personas –a veces nada más a
uno mismo– pero no porque le resulten menos gravosos a los afectados) como el
amor, el sexo, el odio, la vanidad, el rencor, la avaricia y hasta el hambre,
se dicen antes de hacerse. Primero hay que dar con las palabras adecuadas. Sacarlas
de su letargo. Pronunciarlas. Escribirlas. posiblemente baste con soñarlas o
imaginarlas –¿cómo es imaginar una palabra; pero no una palabra cualquiera, la
palabra suficiente para cubrir la necesidad a donde nos trajeron otras palabras insuficientes para esa ocasión?– luego, ellas solas se hacen carne, vida,
acontecimiento. Y a más tardar, memoria. Así fuese que nada es hasta que una vez
las palabras recuperan su natural silencioso. Eso que comparten todos los
discursos. El silencio de quienes escuchan, su aprobación desinteresada.
Porque si alguien hablara cuando
las palabras ya descansan, entonces se quebraría el lento y firme transcurrir
de las cosas, y en alguna parte del mundo –muy lejos para saber de ello con el
tiempo preciso para prevenirlo– ocurría, sin más, el sencillo aleteo de una
mariposa desganada.
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