Para hablar(nos) del
poema y la palabra-porque ya las palabras hablan solas- recurren Chantal
Maillard en La baba del caracol a la historia simbiótica del cangrejo ermitaño
y la concha, la caracola que alberga el ruido del mar, pues el vacío jamás deja
de sonar(nos) en el oído –mi oído, lo oído. Había una vez, lo hay hoy y lo
habrá mañana cuando el sol abra de nuevo, un cangrejo ermitaño, criatura tierna
y frágil como un pétalo al desprenderse, como un ser que nace, y una caracola
vacía. ¿De qué se vacían la caracolas? ¿Por qué continúan en su lugar? ¿Será a
la espera del cangrejo ermitaño que la ocupe, así pasa con los pisos en
alquiler del extrarradio,? ¿Son las afueras del afuera? Al parecer es así. O
muy en el fondo es así. Ya veremos como esto mismo nos resulta a la vez tan
atractivo como detestable. Por el momento nos basta con seguir el rastro de dos
‘cosas’ tan poca cosa, que se necesitan.
Pero sigamos un rato más
de la mano de Chantal Maillard, que el paso del caracol es despacioso.
Enseguida sabemos qué ocurre en-seguida. El cangrejo ermitaño crece, aumenta,
agranda, simplemente engorda como cualquier criatura viva que comprende el
bienestar de la quietud. Llega un momento que en la concha lo angustia, lo
oprime, está a punto de asfixiarlo, de explosionarlo, así un globo en las manos
de un chavea forzudo. Tal es la angustia que se apodera del pensamiento del
cangrejo ermitaño en esas circunstancias –una tortura, un suplicio-, que -con
todo el dolor de su corazón retardando la decisión, pues no deja de estarle
agradecido-, ya sólo piensa, y al cabo se decide, en cambiar de piso, irse a
vivir a una caracola mayor, aunque está haya de buscarla aún más en las
afueras. O sea, ya casi en el campo, competidor del mar en extensión, aunque se
sepa el perdedor del símil. El cangrejo ermitaño busca un vacío mayor para su
cuerpecillo aumentado. A la caracola hay que encontrarla en un vacío más
primigenio. Parece como si la extraña pareja sólo puede sobrevivir si a su
alrededor todo está vacío. La ermita y su ermitaño están en mitad de la nada,
se lamentan los sorianos.
Hora de abandonar la
metáfora. Momento de trasladarnos del referente a lo referido. Pero a paso
calmado, caracoleando. El poema habita el vacío de la palabra, que está para
ser útil: los términos se inventaron para
ser útilesCh. M. Las
palabras, así pues, sirven –algo debo aventurar- para receptar al poema y permitir
que el resto sea silencio; que a su alrededor no haya sino vacío. Mas el poema
que tanto se vale de ellas, es infiel o es volátil, y apenas si tarda, poco o
mucho, depende de la carga que sobrelleve, en abandonarlas. Se va, se escapa de
las palabras para, divertida paradoja, dejarse oír. Mejor todavía, por más divertido,
por más paradójico, para hacer audible la voz callada de sus ancestros, padre y
madre, que por suerte para el muchacho, uno es nadie y otro es nada.
Llegado aquí, me siento
desvalido, al desamparo de la palabras que debería haber poseído antes de echar
a hablar. Pero me faltaron y me faltan. Estaré en tránsito yo también. Algo se
me ocurre, no obstante. Algo que debo haber oído en alguna parte donde no tuvo
la prudencia de quedarme. Algo así como que el poema es lo que jamás se llega a
percibir y, en su ausencia, cría al deseo, lo hace crecer, lo engorda como a
una criatura destinada al matadero. Alimento, así pues, para los pusilánimes. Los
que viven en el Centro.