Los hombres amán a las
mujeres con desesperación: su propia desesperación. Desconocen, desprecian
cualquier otra circunstancia que, inclusive, pudiera ser suficiente para
hacerlos felices. Los hombres no comparten la felicidad, se la adueñan y
ejercen sobre ella todo el poder cobrado en la conquista. Es el cuerpo de la
mujer, y no la mujer, eso buscado por los hombres: un territorio donde ejercerse.
Así las cosas, ¿cómo no vivir con violencia lo que se ganó violentamente? El
hombre ama como un ejercicio de fuerza.
¿Justificarlos? No.
Desnudarlos. Exhibirlos. Exponer a la luz del sol, al desafío de las
costumbres, la miseria de la mirada más arcana de los hombres, aquella que los
poetas, diciendo adorar a la mujer por sobre ellos mismos, han pergeñado en sus
versos como la imagen de la mujer que más se ciñe a sus deseos de una mujer
incorpórea.
El hombre vence siempre, por
eso si la pelea no es noble. La mujer asiste ahí como la sombra. Como la sombra
de un boxeador con la cual se bate a sabiendas de que será él quien golpee.
Pero no, el hombre ama a la mujer que no le hace sombra.
(en escena, el desigual
combate de un hombre contra una mujer. Mientras, se escucha, muy suave, lejana,
profunda, la lectura de dos poemas y el verso de un tercero. Dos pertenecen a
José María Fonollosa, de su poemario Nueva York: Ciudad del hombre. El otro, a
Andrés González Blanco, Poemas de Provincia. Fonollosa es brutal y directo,
demasiado suficiente. Andrés González, tibio y condescendiente, falsamente
humilde. Lo destacable es que uno y otro hablan de lo mismo sin reservas.
Buscando en la mujer cuanto le sea provechoso
1
“No hay nada bueno en ti. Por
eso te amo.”
2
Novia
de la provincia, que eras ardiente y bella
y
tenías los ojos negros de apasionada,
en
mi alma has dejado tan perdurable huella
que
a pesar de los años aún no ha sido borrada.
Toda
mi vida entera de ti está perfumada;
y
cuando ensayo a solas mi elegiaca querella,
aunque
leáis el nombre de alguna nueva amada
podéis
creerme; es sólo por ella, sí, por ella.
Bien
sé que he profanado su nombre varias veces
y
que he apurado el cáliz del tedio hasta las heces,
buscando
en los placeres alivio a mi inquietud.
En
vano, amigos, ha sido en vano;
mi
vida se reduce a un amor provinciano
después
del cual ha muerto mi loca juventud.
3
Todos
tienen derecho a usarla. Todos.
La
lluvia no mojó sólo una calle
ni
el sol salió para uno solo.
La
mujer es para eso, paraíso,
para
uso de los hombres. Campo abierto.
Es
fácil de entender. Es bien común.
Es
la hembra de la especie. La de todos.
Y
ha de entregarse a aquel que le apetezca.
Por
eso va cambiando de un hombre a otro.
Esa
es su utilidad como mujer.
Por
tanto, aunque se tome por la fuerza,
es
mi derecho a usar lo que es de todos.
Así
habla el hombre a solas. Cuando está solo y sale en acoso de la mujer que ama,
porque odiarla ya no le parece suficiente.
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