El
silencio está sobrevalorado. Lo mismo el silencio de Duchamp que el de su
porquero.
De
quien calla se espera que, luego, obre maravillas. Pero la espera suele hacerse
tan angustiosa, que ya no da para ver cómo ocurre la epifanía del habla.
Lo
harpocráticos alababan el silencio de Harpócrates, su dios, pensando que de un
dios sin voluntad expresa, jamás podría venir daño alguno para ellos.
Guardad el silencio debido. A día de
hoy todavía me sigue provocando una ligera comezón el recuerdo de unas placas
de porcelana descascarillada que se exhibían a las puertas de algunas iglesias
granadinas y a la entrada de los cementerios de los pueblos de alrededor. Nos advertían
que estábamos en la Casa del Señor. Nos decían que nos encontrábamos en el
territorio de la muerte. Lugares, ambos, donde el silencio era una deuda
contraída. Así fue como, poco a poco, pero extendiéndose al igual que una
sinécdoque, aprendí que el Señor y la Muerte, el Poder y la Muerte, son compañeros
del alma, tan callados… Y viví temeroso del habla durante un tiempo, hasta el
día –como de pentecostés negro- en que un pensamiento terrible se adueñó de mí:
De lo que no se pueda hablar hay que blasfemar.
Bastaría
dar con el nombre exacto de las cosas para que las cosas respondiesen, prontas,
al llamado. (De la cábala mística al materialismo dialéctico. Una controversia)
Los
epicúreos hablan una vez se sienten satisfechos. Y ello es así en señal de
agradecimiento. Jamás dirán nada mientras algo crean que les falta, pues hablar
en necesidad significaría el principio del fin de su filosofía.
En
lo más alto de los eremitorios se solía pintar un gallo de vivos y refulgentes
colores. Mudo como era ese gallo por padecer del mal de la piedra: el silencio,
despertaba, no obstante a los dormidos eremitas repitiendo sobre sus ojos los
primeros rayos del sol.
No
está dado elegir entre la palabra y el silencio, así entre los dos corriera una
guerra despiadada para mantener a salvo sus respectivos territorios, y en el
curso de la cual cada uno de nosotros, como cada una de nosotras,
distintamente, tuviese la dudosa posibilidad de añadirse por voluntad a este
bando o a aquel bando. Pero ocurre, se nos ocurre, y es entonces que las
guerras se declaran de un bando y del otro se asumen sus consecuencias. Va a
darse la batalla final. El parlante arrea el primer golpe, porque ya lo llevaba
en su palabra. El silente recibe la trompada y probablemente muere en ese
aserto victorioso como es cumplir hasta la muerte: Que ni la mayor de las adversidades te haga ni siquiera rechistar.
Es duro pero es así como se cuenta. A la noche, los parlantes dan su reino
sobre la tierra por invencible, pues de todas partes surgen voces triunfadoras.
Los silentes, enterrados con los honores debidos a los que en vida no llegaron
a rendirse, ven cómo es que a la tierra prometida sólo regresan los que una vez
callaron para siempre.
En
el momento de la muerte, justo entonces, cuando podría resultar alivioso tener
un aliado incondicional al lado, el alma abandona el cuerpo silenciosa. No cabe
mayor traición ni cobardía. Tampoco da tiempo al cálculo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario