jueves, 27 de julio de 2017

CONTRA LA ESPIRITUALIDAD Y OTRAS CONTRAS

 
     
Con demasiada frecuencia se suele relacionar el silencio con la espiritualidad. Sin embargo, yo he podido observar que el silencio se refugia en las cosas, cuya firme apariencia, pese a todo, oculta una enorme sensibilidad.

         El silencio está sobrevalorado. Lo mismo el silencio de Duchamp que el de su porquero.

         De quien calla se espera que, luego, obre maravillas. Pero la espera suele hacerse tan angustiosa, que ya no da para ver cómo ocurre la epifanía del habla.

         Lo harpocráticos alababan el silencio de Harpócrates, su dios, pensando que de un dios sin voluntad expresa, jamás podría venir daño alguno para ellos.

         Guardad el silencio debido. A día de hoy todavía me sigue provocando una ligera comezón el recuerdo de unas placas de porcelana descascarillada que se exhibían a las puertas de algunas iglesias granadinas y a la entrada de los cementerios de los pueblos de alrededor. Nos advertían que estábamos en la Casa del Señor. Nos decían que nos encontrábamos en el territorio de la muerte. Lugares, ambos, donde el silencio era una deuda contraída. Así fue como, poco a poco, pero extendiéndose al igual que una sinécdoque, aprendí que el Señor y la Muerte, el Poder y la Muerte, son compañeros del alma, tan callados… Y viví temeroso del habla durante un tiempo, hasta el día –como de pentecostés negro- en que un pensamiento terrible se adueñó de mí: De lo que no se pueda hablar hay que blasfemar.

         Bastaría dar con el nombre exacto de las cosas para que las cosas respondiesen, prontas, al llamado. (De la cábala mística al materialismo dialéctico. Una controversia)

         Los epicúreos hablan una vez se sienten satisfechos. Y ello es así en señal de agradecimiento. Jamás dirán nada mientras algo crean que les falta, pues hablar en necesidad significaría el principio del fin de su filosofía.

         En lo más alto de los eremitorios se solía pintar un gallo de vivos y refulgentes colores. Mudo como era ese gallo por padecer del mal de la piedra: el silencio, despertaba, no obstante a los dormidos eremitas repitiendo sobre sus ojos los primeros rayos del sol.

         No está dado elegir entre la palabra y el silencio, así entre los dos corriera una guerra despiadada para mantener a salvo sus respectivos territorios, y en el curso de la cual cada uno de nosotros, como cada una de nosotras, distintamente, tuviese la dudosa posibilidad de añadirse por voluntad a este bando o a aquel bando. Pero ocurre, se nos ocurre, y es entonces que las guerras se declaran de un bando y del otro se asumen sus consecuencias. Va a darse la batalla final. El parlante arrea el primer golpe, porque ya lo llevaba en su palabra. El silente recibe la trompada y probablemente muere en ese aserto victorioso como es cumplir hasta la muerte: Que ni la mayor de las adversidades te haga ni siquiera rechistar. Es duro pero es así como se cuenta. A la noche, los parlantes dan su reino sobre la tierra por invencible, pues de todas partes surgen voces triunfadoras. Los silentes, enterrados con los honores debidos a los que en vida no llegaron a rendirse, ven cómo es que a la tierra prometida sólo regresan los que una vez callaron para siempre.

         En el momento de la muerte, justo entonces, cuando podría resultar alivioso tener un aliado incondicional al lado, el alma abandona el cuerpo silenciosa. No cabe mayor traición ni cobardía. Tampoco da tiempo al cálculo.

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