No oponga resistencia, me ordenó la Gran María Mercedes mientras
sus manos diestras se afanaban en bajarme los pantalones de pana. La Gran María
Mercedes no es mi médico de cabecera ni tampoco la practicante encargada de
ponerme las inyecciones que mi médico de cabecera me receta continuamente y con
malas maneras. De modo que no debe ser a fin de procurarme ninguna mejoría que
la Gran María Mercedes me quiera con los pantalones de pana caídos a mis pies. Además,
me encara de enfrente y no por la espalda, como sería lo normal, lo propio de
un practicante diplomado, de los cuales sé todo cuanto puede saberse debido a
ser yo un enfermo crónico. Desde que recuerdo, no ha pasado ningún mes, que se
cuentan por años, en el cual no tuviera o tuviese que inyectarme algún mejunje
frío cuyos extraños nombres he preferido no memorizar para así no rebajar las
virtudes mágicas que las palabras pierdan al pronunciarlas quien no está en sus
arcanos. A lo mejor era por esta razón que la Gran María Mercedes no me daba más
pistas sobre sus intenciones. Fuese lo que fuese que iba a hacer conmigo tras
bajarme los pantalones de pana, debía de tratarse de algo mágico, extraordinario,
cuyo previo conocimiento me habría puesto sobre aviso y lo hubiera o hubiese de
acontecer, ya no lo sentiría yo como un todo pleno, absoluto, sin otra
finalidad que ello mismo, y donde yo debía permanecer el mayor tiempo posible
en tanto sujeto pasivo o, como así lo dijo la Gran María Mercedes al cabo,
sujeto sorprendido.
Ya puede salir de su asombro, fueron sus palabras exactas, o quizá fueron las
palabras que yo quise escucharle. Porque me salí. Me salí completamente curado…
para que luego hablen mal de los tratamientos inverosímiles, como los llamaba mi
médico de cabecera.
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