Recuerdo un
tren que partía de Granada a una hora determinada y a una velocidad media de ‘x’
kilómetros por hora, con destino a Madrid. Otro tren semejante salía de Madrid,
a esa misma hora y a una velocidad igualmente controlada, en dirección a
Granada. Este era el problema que nos planteaba el profesor de matemáticas, y
la gracia consistía en dar con el punto y la hora en que los dos trenes
coincidirían. A mi semejante circunstancia me producía pavor. Que dos trenes
repletos de inocentes pasajeros, que por las circunstancias irían medio
dormidos, fuesen inevitablemente a chocar , dejando en los cálculos de unos
ignorantes chiquillos la posibilidad de evitar tan anunciada catástrofe
ferroviaria, lo encontraba de una crueldad y de una irresponsabilidad inconcebibles
en la mente de un adulto. Y así se lo hice saber a nuestro profesor. Pero él,
de quien se rumoreaba que en juventud
había tonteado con la FAI, en lugar de alarmarse como yo lo estaba y correr
a desmontar el embolado, me levantó del pupitre y se me acercó con evidente
aire amenazador. Ya calculaba yo el tiempo en que la palma de su mano diestra
se estrellaría contra mi mejilla izquierda, cuando bajó la cabeza hasta ponerla
a mi altura, acercó su boca a mi oreja y me susurró unas palabras que me
desconcertaron aún más que el hecho de no recibir la bofetada que me esperaba: Son trenes militares, apenas le oí que me decía.
Hoy, a más de cincuenta
años de aquel suceso, que gracias a dios no tuvo consecuencias, mientras me
entretenía hojeando la historia gráfica de un tal Elías, a quien un carro de
fuego subió a los cielos de manera inopinada, he podido comprender al fin que
mi antiguo y dudoso profesor de matemáticas, sólo soñaba. Y que si yo hubiese querido evitar lo que a
todas luces no era sino un atentado en toda regla, como se solía decir, debería
haberme puesto a resolver el problema con tiempo para dar la alarma.
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