El vacío no está
hasta después de llenarse. La mirada al vacío ya lo contempla lleno. Los ojos
sólo se despiertan al vacío que llenan. Lo primero que hacen los ojos al mirar
el vacío es amueblarlo. A imagen y semejanza de dios (dios fue un ojo; uno para
así no ser contradicho por dos), los ojos (que ya son dos y por tanto
dubitativos) sólo sirven cuando se nombra lo que ven, y es en ese nombrar que
las cosas ocupan su lugar en el vacío y son vistas por los ojos. De nuevas. La
mirada vertical del ojo de dios fija un punto y, si acaso, determina una
posición. Arriba y abajo. Delante y detrás. Encima y debajo, y eso no es ver,
eso es ordenar. Mirar siempre lo mismo. Reducir el vacío a una nada vacía. La
insoportable levedad del ser esencial. La intersección forzada de los palos de
la cruz, en el mejor de los casos. Hacían falta, así pues, se necesitaban los
ojos, dos, para que “el centro” donde dios tenía puesto su ojo, se abriese y
extendiera como una mancha -Horizonte viene de horizontal- y que en los ojos el
vacío se arrugara en las formas y el volumen de las cosas que permanecían
incorpóreas a falta de perspectiva.
Caminar en la
oscuridad con los ojos cerrados. El cuerpo erguido. Los brazos extendidos. La
mano abierta. Y los dios tientan un límite que va por dentro. Entonces: abrir
los ojos, estimulados por el resplandor de las cosas que arden vivas afuera.
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