Cuentan
de Vladimir Lenín, una vez la loca Fanny Kaplan (¿Fanny pelopaja?) le disparará
a quemarropa y su noble cabeza se embruteciera lo mismo que una vasija de
barro, mataba su abatimiento pasando y repasando la yema del dedo índice de su
mano diestra sobre un mapa común de la ciudad de Zurich, donde tiempo atrás
había vivido una apacible temporada al lado de la hermosa Nadia Krúspskaya. En
unos de esos días amargos de su postración, al posar el dedo en la esquina de
la Spilgasse, fue que una invisible protuberancia en el papel –acaso una mota
de tabaco, o una gotita de tinta que había guardado una partícula de plomo
arrancada de los tipos de imprenta- le sobresalto. Recordó, entonces, que era
allí donde los dadaístas se reunían cada anochecer y rondaban hasta las tantas,
armando un ruido tan ensordecedor, que él se vio fatalmente obligado a llamar a
la policía suiza. Alegó en su defensa ante la Historia que las canciones y los
gritos de los dadaístas –sobre todo cuando tronaba la voz chirriante de Tristán
Tzara- lo distraían y lo apartaban del inaplazable destino que sólo él,
Vladimir Lenin, veía dibujado en las estrellas, punzantes como las bayonetas que,
meses atrás, ya tomaran el Palacio de Invierno para él.
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