martes, 13 de octubre de 2015

DEL LEER



Para leer hay que aprender a estar quieto, escribe Ricardo Piglia en Los diarios de Emilio Renzi. Pero yo, por algo así como un inaprensible corrimiento del sentido, estuve convencido de haber leído: Para leer hay que aprender a estar ciego. Volví sobre mis pasos y releí correctamente. Quieto, no ciego. Y entonces fue como si se deshiciera el hechizo con que el mismo Ricardo Piglia me había enganchado. Un mal de ojo, ¡claro!, me habría arrebatado de lo verdadero para sumirme en el desquicio de lo ilusorio, donde tanta satisfacción empezaba a encontrar.

Salvo artificio técnico –y los hay- es cierto que la ceguera no facilita la lectura. Pero sí la quietud. Nadie sino los ciegos se detiene cuando algo los asusta, los sorprende, los conmueve. Los videntes (término exagerado para el caso), por el contrario, si algo así les sucede, enseguida echan a correr, escapan del lugar, huyen de allí despavoridos hacia cualquier parte. Podrá decirse de ellos, en consecuencia, que no leyeron bien la situación.

Para leer con bien, para imbuirse de la lectura y entender su mensaje ha, en efecto, que quedarse quieto. Como los ciegos. Quietos en un punto determinado del espacio y del tiempo. Un punto sin paisaje en el cual ya sólo cabe hurgar hacía adentro. Escudriñar en la oscuridad.

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