miércoles, 23 de septiembre de 2015

EL LIBRO EN LA ÉPOCA DE SU REPRODUCTIVIDAD TÉCNICA



No hace tanto, algunos libros, los más delicados, solían incluir una advertencia al lector en la cual le informaban del asunto a tratar o de las dificultades con que se podían tropezar durante la lectura. A día de hoy esa sana costumbre, suficiente para evitar sorpresas desagradables e inmerecidas a quien en el libro se adentraba luego de haber abonado una parte sustanciosa de su salario por él, ha desaparecido. Los editores se han vuelto más y mejores comerciantes, como si al fin hubiesen comprendido que tanto da vender una braga o un libro; cuarto y mitad de secreto ibérico o los ensayos de Montaigne, hábilmente fileteados. A cambio, a día de hoy, hoy mismo pues, los libros incluyen la más severa amenaza contra quien creyéndose en el uso de un falso derecho, pues no siempre la compra concede la propiedad, reproduzcan, distribuyan o comuniquen públicamente el contenido del mismo. Salvo excepción prevista por la ley, de modo que, en lugar de leer con un diccionario a mano por si un acaso, ahora se lee con el código penal al lado. 

No sé, y tampoco quiere salir a comprobarlo porque se me arruinaría este artículo, si los libros escolares, los llamados libros de texto, cargan con ese aparte amenazador al principio o al final de sus páginas. Lo correcto, dicho quede, es colocarlo al comienzo, tras la página de respeto o cortesía y en la cara par, que es la escondida, de la portadilla, pues hacerlo al final, como ultílogo, supone una crueldad innecesaria. Pero este es un punto que, a lo nuestro, mejor sobrellevar. 

Lo que me atrae de todo este asunto, es, precisamente, la posibilidad de mantenerme firme en la incertidumbre, casi siempre inconfesable en la escritura si no eres Emil Cioran. No estar muy seguro de sí los libros para niñas y niños, muchachas y muchachos cumplen o no cumplen con la prescripción legal sobre la reproductividad, en el sentido más amplio del término, de su contenido, pero suponiendo que sí, da para imaginar algunas situaciones jocosas y de mucho divertimento, según se miren. Por ejemplo, el caso de AA.A.A. Aventajado alumno de sexto de primaria, con apenas doce años pues, realizaba un examen oral para subir nota, en el cual se le pregunto por el uso debido de las preposiciones, tema que venía ampliamente explicado en el texto de la asignatura Lengua castellana y literatura, libro que A.A.A. había estudiado, sin duda, hasta la sinrazón. El profe le envió una sonrisa cómplice, sabedor de que no tardaría en contestar debidamente. Cuál no sería su sorpresa cuando, al cabo de unos instantes, vio que A.A.A.  guardaba un mutismo absoluto. Extrañado, preocupado, quiso saber si le pasaba algo al muchacho. 

-¿Te pasa algo, chiquillo? –le inquirió de forma bastante simpática, como se puede ver.

-No. Nada. No me pasa nada –atinó a contestarle antes de reintegrarse en su incomprensible silencio precedente.

-Pues contesta a lo que te he preguntado –le insistió el profe, que empezaba a sentirse molesto ante la actitud desconcertante del muchacho.

-Es que... 

-Es que qué...

-Pues que en mi libro pone que nada de lo que allí está escrito puede reproducirse públicamente, y estamos es un colegio público.

Si en lugar de A.A.A. hubiese estado Jaimito, nuestro buen profesor, a la sazón don Evaristo Ortuño, se habría sentido justificadamente indignado, mas tratándose de A.A.A., entendió de buen grado el razonamiento, y sabiendo que su alumno se sabía la lección aunque por actuar legalmente la callara, no sólo le subía la nota hasta donde más alcanzaba, sino que hasta escribió un artículo en el periódico local alabando el espíritu cívico del muchacho.

Algo de experiencia zen nos transmite esta sencilla anécdota provinciana. Que sepamos aprovecharla o no, depende de nosotros mismos.

(A Javi)

jueves, 10 de septiembre de 2015

El principio de Arquímedes




Un cuerpo total o parcialmente sumergido en un fluido en reposo, recibe un empuje de abajo hacia arriba igual al peso del volumen del fluido que desaloja.

Menos cando se trata dun terrón de azucre ou dunha bolsiña de té, me dice a la oreja, como el astuto demonio al niño comulgante, el galego sabio a quien le he realquilado una buena parte de mis enten-dederas.

Vayamos por partes, le contesto harto de sus constantes intromisiones en los momentos en que, sin nada mejor por hacer [T. no está conforme y me señala la mesa sin recoger], me pongo a pensar mientras fumo y pareciera –mejor- que contemplo las musarañas. En primer lugar, el fluido debe estar en reposo y no agitado por los requiebros de la cucharita indecente que lo hace rebalsar. Luego, tampoco tengo muy claro si un terror de azúcar, como cuerpo tangible, goza de las mismas propiedades entero y una vez disuelto. Y de la bolsita de té, lo que se queda es la esencia, que poco cuerpo gasta. No me valen tus ejemplos, galego del alma mía.

El silencio profundo al que el galego se castiga, me permite seguir con mis reflexiones al respecto de un principio al cual debemos tener por indudoso (me gusta más que indubitable, pues este término me suena a chicle), en especial cuando conviene y sostiene la propia reflexión.

No pretendía yo, como es obvio, cuestionar en modo alguno el teorema del gran Arquímedes, pues de física entiendo poco: lo poco que me enseñaran en el bachillerato, sino aprovecharlo para ver si era aplicable al hecho mismo de pensar, reformulándolo más o menos así: Un concepto total o parcialmente sumergido en un pensamiento en reposo, recibe un empuje de abajo hacia arriba igual al peso del volumen del pensamiento que desaloja. Teniendo por metafórico que el concepto es un cuerpo sólido y el pensamiento, los pensamientos, el fluido [tal como lo ve Zygmunt Bauman] en el cual se mete el concepto, como un nadador en una piscina climatizada.

É vostede un puñetero culterano, oigo de nuevo del galego la impertinencia.

Las metáforas, querido amigo, van para futuros axiomas –le contesto y vuelvo a lo mío, convencido, a la par, de que el tolo disparaba menos contra mí que contra la propia Física.
No se sí conocerán -supongo que sí, no soy tan pretencioso como para creerme más enterado que nadie- la placentera circunstancia en la cual ‘nadaba’ el siracusano en el momento de la enunciación. Se encontraba –dicen sus biógrafos más atrevidos- en la bañera. El agua le alcazaba por encima de las rodillas, pues permanecía erguido mientras se enjabonaba el pecho, la espalda y, con especial atención y cuidado, las axilas, el sexo, la barba y la melena, es decir, las partes velludas del cuerpo, allí donde se suele refugiar la mugre del irrefrenable escrutinio higiénico. Al rato, quiso aclararse, y a tal efecto se sumergió por completo en la tina. Se debió enfriar el agua en el ínterin, pues fue vista y no vista la inmersión. Saltó fuera como impulsado por un resorte, como si el secador del pelo, enchufado en mala hora, se hubiese caído al agua y Arquímedes recibiera un calambre, pero de poca intensidad, dado los recortes que padecen los griegos. ¡Eureka! gritó, lo cual viene a significar ¡lo encontré!, ¡lo descubrí, a lo mejor refiriéndose al maldito secador que lo había escaldado como a un gato coscón.

Pues no. Lo que acababa de encontrar, de descubrir, el físico electrificado fue, desde ese preciso momento, su aclamado e irrebatible (lo uno por lo otro) Principio. Hecho que lo llenó de felicidad y vació en parte la bañera, siendo esto último -comprender que el nivel del agua subía y bajaba conforme el entraba o salía del agua- la causa motriz del mismo.
La ciencia ha de ser empírica o aburrida, de modo que ese día el viejo Arquímedes debió bañarse un sinfín de veces para al final tener por certeza que siempre ocurría igual. Pero las metáforas, como ‘en realidad’ viven en terreno de nadie, en tierra todavía baldía, no requieren el costoso consenso de la experiencia. Y ni siquiera hace falta creer en ellas tanto como en su apariencia o sugerencia. O sea, que si el Maestro sigue llevando razón después de tantos avances, yo también la he de alcanzar, y Un concepto total o parcialmente sumergido en un pensamiento en reposo, recibe un empuje de abajo hacia arriba igual al peso del volumen del pensamiento que desaloja. A poco que me espere, como Calderón de la Barca hubo de esperar a Guy Debord para ver transformado su metafórico Gran teatro del mundo en el resabiado concepto de La sociedad del espectáculo.

Seguro, como lo ha de estar un buen discípulo, de saber de lo que hablo y de llevar entre manos un asunto grave, me propuse –signo de mi engreimiento adquirido- tirar del hilo hasta donde éste pudiese alcanzar, si el galego seguía a lo suyo sin molestarme.

¿Qué consecuencias pueden acarrear el hecho de introducir un cuerpo sólido en un fluido cualquiera, amén de ser un Principio elemental para la ciencia física y las formas del pensamiento? Pues, en primer lugar, que el fluido se derrame de su continente. En el caso del agua de la bañera de Arquímedes, la cosa sólo llega a constituir, y si acaso, un pequeño engorro: hay que limpiar, pues ya lo dijo Vicente Aleixandre: cuando el agua se va queda en los bordes. Además, es sabido que el agua acaba, mayormente, reencarnándose en agua. Pero al tratarse de un concepto introducido a machaca martillo en el fluido de los pensares, la cuestión se agrava con manifiesta crueldad. Ya no sigue el pensamiento su ciclo natural, como sería el recrearse a sí mismo, en pos de satisfacciones inmediatas que no dejan de estar a su alcance y son fáciles de apalabrar. Ahora el pensar consistirá en pensar (en, sobre, basta) ese concepto forastero de modo y manera que sea él lo que haga de nuestras cavilosidades presentes un pensamiento puro y, sobre todo, docto. ¿O no sienten que la cabeza se les va al pensar? Pues eso no es otra cosa que un concepto se les ha metido en ella y anda trasteando por allí, como el irpf en la nómina mensual.

No sé qué harán ustedes ahora que lo saben, pero yo he decidido que de pensar para la Hacienda no voy a volver a pensar en la vida nunca jamás. Porque si es posible desembarazarse del concepto en buena ocasión, me dirán qué pasa con la mugre que dejó Arquímedes en la tina donde se bañaba.
(A Carlos Lorenzo Gómez Tejada)