miércoles, 31 de diciembre de 2014

FIN DE AÑO, AÑO NUEVO




Para resumir el año, éste 2014 o los dos mil trece anteriores, basta con decir: no queda nada. El tiempo, que se sepa, no es sólido aunque también se desvanece al primer empujoncito. En el 2014 hasta la terrible Crisis se ha superado, cierto no con creces, y desde uno y otro extremo del abanico político (metáfora que podría volver a ponerse de moda, como las golondrinas cada primavera) desde las rígidas caberas que protegen país y varillas de los aires que soplan del exterior, se sostiene con la rotundidad y vehemencia de quien se ha caído del burro (el caballo queda para Pablo de Tarso), que en el 2015 Podemos volver a nacer, renacer. Pero, ¡Cuidado!, advierten igualmente churros y merinos (a las oveja dejadlas en la paz del portal) el neonato puede presentar anomalías si el parto lo asisten otros que no sean los del equipo médico adecuado.

Y aquí es donde ya no hay acuerdo, donde los partidos de la P... disienten tanto en el diagnóstico como en el tratamiento a seguir, por decirlo de algún modo. Quién acierte y quién yerre se verá el 2015, no quieran, pues, que yo adivine. Me interesa, si acaso, la semejanza entre la actual ‘situación política’ y aquella otra (de mayor cuantía) en la que se ve el posible enfermo al recibir de la parte de su médico la peor noticia: usted está muy mal. Se debería operar urgentemente. Al pobre no le cabe menos que recelar mientras, no obstante, se deja alumbrar por un postrero y debilucho, claro, rayo de esperanza. Así pues, acuerda con la familia –que en esas circunstancias siempre demuestra un gran conocimiento clínico- contractar el terrible diagnostico. Acude a otro médico de lo mismo, y éste, o porque sabe más o porque ese día se encuentra algo desganado, le consuela con un Tampoco es para tanto. Y un Cosas peores he visto, como se lo diría si los médicos gozaran de algún sentido del humor. La situación más difícil (y no la adaptación al cine de la novela de Jodi Picoult) ¿A quién creer?  O mejor, ¿a quién hacerle caso? Quizás, instalado en la duda permanente, nuestro enfermo (gracias a dios hipotético) visite, tiempo de prórroga, a un tercer facultativo que le deshaga el insatisfactorio empate, y dependiendo del resultado, a un cuarto, a un quinto, a un sexto, a un... hasta que ‘lo peor’, inevitablemente, se le vuelva ‘lo natural’, ya entienden a qué me refiero. Y es que entre un médico agorero y otro de buen rollo, no hay mucho por distinguir, cuando lo malo ya es que te da por ir al médico.

El único consejo que me atrevo a darles, al final de este año del cual sea bendita suerte el que no nos deje nada y el año que ya amenaza contar en nuestra limitada contabilidad, es que aprendan a distinguir entre lo contingente y lo necesario.

Feliz estancia.

miércoles, 17 de diciembre de 2014

LA TIERRA ESTÁ ABOCHORNÁ



Trabaja, negro trabaja,
Y vive de tu sudor,
Que en el pan que te comas luego
Con la faena sabra mejor.
                                 Barbara y Dick

Nuestros abuelos no pensaban que tenían que ser felices en el trabajo. Y yo, le apostilla Dupont a Dupont, aún diría más: nuestros abuelos pensaban que el trabajo era una mierda. La grand merdre (Pere Ubu). Precisamente eso que estaba ahí donde ahí sigue para no permitirnos, a nuestros abuelos y a sus nietos, ser felices. Si no, ¿qué sentido tendría que la lucha de clases (así la llamaban antaño) tuviese uno de sus ejes en la reducción de la maldita jornada laboral? Y yo aún diría todavía más: ¿qué sentido y no sinrazón hay en el hecho cruel de meter una jornada laboral en el día a día?

La originaria expulsión del paraíso fue una acción de pleno totalitarismo: ganarás el pan con el sudor de tu frente etcétera, pero nuestros queridos abuelos, viejos y diablos a la par, supieron arrostrar semejante cruel condena de la Suprema Autoridad con la dignidad que supone no condescender, no acomodarse, buscar la felicidad fuera del trabajo, sin el trabajo aunque bien a sus expensas. Y si no están de acuerdo con esto que les digo, lean no más el magnífico texto de Jacques Rancière, La noche de los proletarios. Pero, ¿cuándo fue la torpe circunstancia tras la cual el trabajo pasó a tenerse como ‘un bien de toda la humanidad’, un estúpido derecho’, el derecho por encima de todos los derechos y daba acceso a ellos? Charlie Marx y sus muchachos tienen mucho que ver en el asunto, aun cuando debamos reconocer que en su voluntad de repartir el trabajo entre toda la humanidad -el que nadie esté sin trabajo; el que no trabaja no come ni siquiera las sobras- suponía, de algún modo, la rebaja cuantitativa del trabajo individual, único motivo lícito para, en el entretanto ese en el que Carlitos Marx ponía todas sus esperanzas, la dictadura del proletariado, luchar (sic) contra el paro, cuánto más si no se está parado. No distingo si su a su pesar o a su gusto, pero sí que en el marxismo primitivo sigue pesando, sobre cualquier otra razón de ser, la consideración del trabajo como algo que, por suerte, se acaba y al que hay que dedicar el menor tiempo posible. Aunque tampoco reivindicar la pereza, así se lo propusiera su yerno Paul Lafargue, pues es sabido que el demonio [capitalista] acecha en la acedia, en la flojera del espíritu.

Con todo, ni el buen Marx, ¡tanto se parece al dios de la biblia!, ni la reata beatífica de marxianos que hicieron de ‘la fuerza productiva’ el único motor de las sociedades, pudieron imaginar la deriva que la consideración del trabajo iba a sufrir en estos últimos tiempos en los que la gente (la mayoría) si se plantea la idea peregrina de ser felices trabajando. Gente hay ahora que considera el trabajo un bien, y hasta el bien de bienes o el bien en sí mismo. Gente que trabaja porque sí; por realizarse, como los artistas.

¿Se puede llegar a entender semejante estulticia? No quiero quitarle a nadie su gusto, pero tampoco puedo dejar de pensar que hay gustos perversos y que, como al parecer lo dijo Jean Saul Partre: el gusto de uno termina donde empieza el gusto de los demás. Y la verdad, ese gusto de trabajar choca con la realidad forzosa que venía siendo la del común de los trabajadores. Sencillamente porque cuando nadie quería trabajar, el trabajo había que compensarlo, extremo [este del salario, y máxime si justo] que hoy empieza a no ser imprescindible, tanto más en cuanto el dichoso Capital anda sabedor de que ya no constituye la principal fuente de acumulación de bienes, ni siquiera trabajando los más para los menos como era el modelo clásico.    

Basta hojear la Teoría de la clase ociosa de Thorstein Veblen para darse cuenta de algo tan simple y vulgar, conforme a la apostilla de los más concienciados y sindicados, como que: trabajando no se tiene tiempo para hacerse rico. Ni, en el otro extremo, para poner a punto los prolegómenos de esa prometida revolución que por fin un día nos hará ociosos.

*Las frases en cursiva pertenecen a Víctor Lenore. Indies, hipsters y gafapatas. Capitan Swing, 2014

viernes, 12 de diciembre de 2014

COMO LA SOMBRA QUE SE VA



 
Una novela más de Antonio Muñoz Molina. Ya saben. Se lo pueden imaginar si no lo saben. Pulcra sintaxis, sensatez, sentido común, verismo significamentoso, confesiones que no incluyen propósito de enmienda porque el presente terminó siendo como tenía que ser, ad maiorem dei gloriam.

La lectura de Como la sombra que se va provoca esa agobiante sensación de haber estado haciendo algo innecesario. No por ti, sino por el propio Muñoz Molina. Para que interese la reconstrucción del pasado, para que la nostalgia sea eficaz, es preciso (pongamos conveniente) creerse pasear por un presente insatisfactorio. O bien saber fingirlo así. Y este no es el caso si se nota (esto sí, con excesiva brillantez) que el autor escribe desde la felicidad de lo que tiene: una ella pelirroja y adorable.

En fin, una novela que se deja leer con solvencia, pero a la que no quiere por más empeño que le pongas.

miércoles, 10 de diciembre de 2014

DESEO DE SER PIEL ROJA



El individualismo anarquista debería tender a la desaparición del individuo, incluso. Siendo aquel como el ángel exterminador (Luis Buñuel) que visita a Lot para advertirle, con tiempo de ponerse a salvo, de la inmediata destrucción de Sodoma y Gomorra, ante las dudas de Lot acerca de la conveniencia de aplicar una decisión tan drástica, debe justificarlo argumentado lo que ya da por imposible, y así le expone al bueno de Lot, quien seguiría insistiendo mientras tanto.

Si hubiese un único sodomita o gomorrita merecedor de ser salvado, salvaría a todos.
Recuerdo, vagamente, el Deseo de ser piel roja de Franz Kafka y veo cómo a lo largo del poema van desapareciendo el piel rojo, el caballo que monta, la pradera, hasta que quizá no queda sino sólo el aire sin dueño ni propósito (José Carlos Rosales. Y el aire de los mapas)