lunes, 27 de enero de 2014

APUNTES



Estado de derecho. Sociedad del bienestar. Viva la República. Abajo las caenas. Podemos. Sintagmas nominales de cuyo empleo se abusa para explicitar conceptos (?) a los que, quizá, no se tiene acceso, o cuya verdadera significación se desconoce la mayoría de las veces, aun cuando su sola mención rebosa simpatía y provoca un afecto inmediato en la medida en que cada cual puede arrimarlos a ‘lo suyo’ sin por ello ver alterarse su discurso, cerrado a cal y canto, como un librillo de Rafael Alberti. Pareciera como sí en tales grupos de palabras una de ellas fuese tan natural, que no ha de ser sino la propia; con la significación que él –o ella, si bien al feminismo le cabría ‘llegar a ser’ lo completamente otro- le sobrentiende para tener, así la cosa, al conjunto en tanto ‘lo auténtico’, de modo que, y como ejemplo, quien primero nombra el Estado de derecho, ya advierte que no hay más que el suyo, y quien no participe en este acuerdo, es que no sabe ni de Estado ni de Derecho. O, tal se suele abreviar, refiere un Estado totalitario.

Como si los Estados totalitarios careciesen de un Derecho que les garantiza ser un Estado. Como si el Estado no fuera, precisamente, la constitución de un Derecho que establece de modo apriorístico el adentro y los afueras del Estado... que sólo existe gracias a lo constituido por ese Derecho, etcétera. Como si Hitler, Stalin, Franco –pero a lo mejor sólo tienen en mente el totalitarismo puro de Idi Amin Dada- no se dotaran del corpus legal preciso para desde él, claro, legitimarse. Basta, para comprender lo contrario (y será que si te dan la razón es porque no la tenías antes, como bien podría apostillar Juan de Mairena), con recordar la última (creo) escena de Vencedores y vencidos, el filme algo tedioso de Stanley Kramer, cuando el bueno de Spencer Tracy le suelta el mitin ético al muy atribulado Burt Lancaster, acusándole de su primigenia responsabilidad en el desarrollo del nazismo por el sólo aplicar las leyes en vigor. Para que el mal sea banal, como expondrá años más tarde Hannah Arendt (y El verdugo de Luis García Berlanga de mejor manera), es condición indispensable que venga reconocido como la práctica habitual amparada en el derecho vigente. Todo lo demás pertenece a la excusa de la obediencia debida que no dejan de alegar los militares de menor rango -todos ellos- cuando las cosas les vienen atravesadas.

En la oposición radical entre el Estado y los individuos, el Derecho, en tanto constructo cultural, proceso civilizatorio, regulará los supuestos ‘derechos naturales’ de aquellos transformándolos en ciudadanos, de modo que queden sometidos a lo que el Derecho establezca, presentándose a sí mismo como su garantía. Ser ciudadano significa contar con el amparo del Estado, pero, a cambio, se le ha de entregar a éste la disponibilidad del Derecho; esto es, el poder de alterar sus principios cuando así lo requiera ante el menor cuestionamiento de su existencia como tal. Probablemente, en todo Estado de Derecho crece la ilusión de un Derecho capaz de llegar a establecerlo como Estado totalitario. En ello andan. Nineteen Eighty-Four. 1984.

 El resto es el Mercado.

viernes, 24 de enero de 2014

DECLARACIONES



Escucha el reproche de los necios: es un título real, nos aconsejaba William Blake tiempo antes de que un obrar así se transformase en la práctica habitual de cuantos buscan (¿buscamos?) recuperar la estima de sí mismos por medio del auto-enaltecimiento. Ni el visionario poeta inglés ni la posterior legión de maestros de la auto-ayuda –de suyo, un hacerse la paja en mitad del desierto- se dan cuenta de la única evidencia al respecto: que todos, y uno por uno, podemos hallarnos, a la vez, en la troupe de los necios y en la soledad manifiesta del señorío. Depende, la cosa, de quién tiene la voz en esos momentos de (auto) proclamarse o ser nombrado.

De eso se trata. De adueñarse de la voz, tronar primero y por encima: de los otros y de cualquier argumento. O sea, del arte de la Declaración en lugar de la artesanía del diálogo o la rueda de prensa, pues: ¿qué ha de decir un necio? El ejercicio, la ejecución preferida del fascista que todo pequeño hombrecito (Wilhelm Reich) alberga: hacerse con el micro y sumir al resto en silencio o en vociferio de necios. ¿Para decir qué? Tanto da. Concretar importa un comino (triste el rol del comino en las metáforas). No estamos en una performance y ni siquiera en una obrilla de vanguardia donde el público actúa sin salario por ello. la Declaración tiene, necesariamente, los visos de una representación clásica, en la que ya es bastante la presencia de la estrella protagonista para que así triunfe el espectáculo. A expensas de lo que diga o no diga, meras referencias auto-laudatorias de la larga trayectoria que lo ha llevado hasta allí, el éxito está en que el Declarador (que no declarante) declara y punto... Y el coro, corea.

Lo más parecido, se me ocurrió pensar el otro día, mientras –juro que por pura morbosidad- veía al Presidente del Gobierno, don Rajoy, en la pantalla de televisión, es que, como en un mal sueño, volvía a encontrarme en la madrileña plaza de Oriente y era el mismísimo caudillo quien se asomaba al balcón de mi casa. Tuve un rapto, sí, de lucidez y me eché a la calle. Pero la calle, ¡Ay!, seguía vacía.

domingo, 19 de enero de 2014

DOS VIÑETAS





En El país de ayer, sábado 18, Tzvetan Todorov destaca acerca de Nelson Mandela: Renunció a la violencia cuando pensó que iba a poder conseguir lo mismo con otros medios. Lástima me da que, de la otra parte –la segunda parte de las partes contratantes, al gusto de Groucho Marx- no pensara igual, porque el buen Mandela se habría librado de unos años de cárcel sin necesidad de abolir ninguna doctrina Parot. Lo que igualmente resalta en las actitudes de ambas partes, es que ninguna de las dos tenían prisa. Nunca sabremos con certeza si el empleo de la violencia habría adelantado (precipitado, dirán algunos para evidenciar, a su vez, que así no vale) los acontecimientos. Como tampoco, si habría servido, muy al contrario, para retrasarlos, pues en aquel pensamiento de Mandela cabe suponer la reflexión previa: a tortas, y vistas las que nos están cayendo, llevamos todas las de perder. En las peleas, contienda, riñas, quien primero se rinde reconoce, precisamente, eso: que pierde. No obstante, rendición no quiere significar resignación –aquí radica la fundamental diferencia entre the oncle Tom y Nelson Mandela- ni que el otro haya vencido de manera definitiva. Nadie se lo cree. El ladino Lenin ya lo apuntó con su “pasito pa’lante, dos pasitos pa’tras”. El recelo sigue poblando las conciencias de los contendientes. Y entretanto, el recurso (viñeta de El Roto) y el terror (viñeta de Forges) a la violencia continúan determinando la música entre los enfrentados, a la espera permanente de llegar o de irse. Ambos albergan la misma ilusión, que, llegada su oportunidad, el exegeta de turno expondrá, cuando no se precise, invirtiendo el sentido del ‘destacado’ de Todorov: Recurrió a la violencia cuando pensó que no iba a poder conseguir lo mismo con otros medios.
 
La cuestión estriba en cómo prepararse para ese entonces. Estrenarse, bien para encajar el golpe o para propinarlo. Porque, como una vez le dijo John Le Carre al mismo periódico: Uno tiene el deber, por propia dignidad, de ver destruidos a sus enemigos.
(a Ritxi, que me aficionó a las viñetas)

jueves, 16 de enero de 2014

SOFÍSTICA PARVA



-Hablemos de ese concepto suyo: lo Desfavorable.
-Si se empeña. Pero, antes, dígame: ¿qué quiere usted saber?
-Lo que no sé todavía. Lo que me espera a la vuelta de la esquina; pues, supongo, lo Desfavorable será un concepto esquinado o no será.
-Todo  concepto tiene su algo de esquina y su poco de realidad. Lo uno le permite ampliar su independencia. Lo otro, establecerse y llevar una vida de apariencia tranquila. Sin embargo, es dudoso que lo Desfavorable sea un auténtico concepto y no todo lo contrario, aun cuando lo suyo no sea oponerse.
-Esto que dice me provoca una gran perplejidad. O, si le soy sincero y sencillo: no lo entiendo.
-El concepto se basta y se sobra de sí mismo para estar entre nosotros. Allí donde dos nombran al concepto, éste se presenta en su absoluta mismidad, que no necesita justificación alguna. Es, le digo, lo dado por hecho. En cambio, el no-concepto  es, no más, el satélite que ni puede desprenderse de la luz que le proporciona el astro principal, ni termina de tomársela en serio; oponiéndose, motu proprio, a remar en la misma dirección en la fe de así anclar la nave.
-¡De locos!
-Pues eso. Para mostrar lo Desfavorable se ha de estar instalado, antes, en lo Favorable –pleno concepto- y andar desprevenido, por supuesto, teniendo como casa propia lo previsto.
-¡Vaya por dios!, señor Dungam (Jacobo Dungam, judibelga descubridor de los ‘conceptos travestis’, entre otros hallazgos de mucha desnecesidad), me conduce usted, de la mano, al desaber.
-Será que vino sabiendo mucho.
-Pues, mire, yo creía no saber nada.
-Quizás usted no sea sino un no muy hábil buscador de tesoros. Un indigente en pos de lo que pueda librarse de la desabundancia que tiene por matria.
-Tampoco hay por qué ofender.
-Déjeme a mí aire y no se lo tome como un agravio.
-Sea.
-¿Lo ve? Con ese admitir ‘sea’, usted se instala en lo Favorable de la situación y cuanto pueda derivarse de ella. Aún persigue un tesoro, pero cuanto lleva encima le sirve de mapa del tesoro; sus pertenencias [conceptuales] –pocas o muchas, pero todas cuantas son- las encuentra pistas para alcanzarlo.
-¡Qué bueno que vaya por el buen camino!
-La ironía es mala consejera, amigo mío.
-Perdón, no quisiera...
-No. No venga a tropezar tan pronto en lo Desfavorable. No se desvíe. Continúe por donde iba. Pienso sólo en que le espera un tesoro.
-Pues, démonos prisa en acabar con esto que me entretiene, y dígame, de una vez por todas, que si no ni siquiera me van a pagar la entrevista, qué es lo Desfavorable.
-Consiento.
-Concrete.
-Malentender el rastro, confundir las pistas. Tenga en cuenta que yo solamente denomino Desfavorable a la Biblioteca. Biblioteca Desfavorable. Todos los libros que tengo y no tengo, forman parte de ella. Todas sus certezas, del mismo tamaño siempre todas ellas, no han hecho sino confundirme, porque en lugar de olvidarlas, como es el menester de la cordura, las he retenido, a lo mismo que el mono de mi primo Kafka: para que un día me admitieran en la Academia, un acabar demasiado estúpido si se tiene en cuenta que, como lo dice Jaime Gil de Biedma (ya ve, otra lectura cualquiera), sólo cabe acabar como un noble arruinado entre las ruinas de su propia inteligencia. Pero es que, noble, uno ya lo era si arruinado queda por gastarse los cuartos en la Biblioteca.
-Anonadado corro a buscar un barbero y un cura, que ama y sobrina ya tengo.
-Vaya con dios