sábado, 30 de noviembre de 2013

HYSTERON PROTERON




 Mi pregunto si poseemos la razón para usarla en todo momento o sólo en los momentos estrictamente razonables. Y ello me obliga, con anterioridad, a querer saber qué momentos serías unos y otros para colocarlos adecuadamente. Y si en este preciso momento estoy siendo razonable o me dejo llevar por lo primero que me ha venido a la cabeza.

Como no alcanzo a responderme de forma sistémica, me sugiero un rápido examen de conciencia –como esos que aconsejar realizar primero los antivirus del ordenador- sobre cuanto he hecho para llegar a donde estoy, a las seis de la madrugada y haciéndome preguntas estúpidas mientras el baño se calienta y ya puedo ir a ducharme.

Antes de continuar debo aclarar: he sobrepasado los sesenta, lo cual ya de por sí me parece una proeza, sobre todo por su inutilidad. ¿Tiene sentido llegar a viejo? ¿Es la vejez la suma de ir tirando de la vida? Me duelen estas últimas interrogantes. Así que mejor me las salto aprovechando las pocas fuerzas que me quedan.

Y salgo exhausto. Estoy tan cansado que ya me importa un bledo, una higa, distinguir entre la razón y la sinrazón. Entre lo que debía haber hecho (y por suerte no recuerdo) y lo que hice (y también por suerte he olvidado) para llegar hasta el día de hoy como he llegado. ¿Acaso tiene importancia? Incluso suponiendo de buena fe que todo hubiese ocurrido de forma distinta, ¿no habría acabado como he acabado?

Porque la verdad es que me gusta. Me gusta estar como estoy. No como soy y tampoco como no soy. Ni como me entiendo ni como no me entiendo. Procuro, simplemente, que la razón que –aseguran- tenemos los viejos no me nuble las entendederas de forma de no seguir desvariando. Sería una ruina, y de esto ya se encarga el Gobierno.

martes, 26 de noviembre de 2013

UNA PARÁBOLA VULGAR



Pues... no sé si debiera... Quizá no esté preparado... Es un momento crucial en mi vida... Lo entiendo... Y les agradezco mucho la oportunidad que me ofrecen... El tren sólo se detiene una vez en tu estación... Lo comprendo... Incluso me siento halagado por pensar en mí... Sobre todo si, como dicen, hay tanta gente a la puerta esperando mi decisión... Pero es que... No sé... Escoger entre comprobar si el número de mistos de las cajas de mistos es el que reza y se promete o asegurarme de que en las bosas de pipas no se sobrepasa de ciento veintiuna pipa, cuesta... ¿Me dejan pensarlo?

Cuando desperté, el puesto de trabajo ya no estaba ahí.

lunes, 18 de noviembre de 2013

LA BIBLIOTECA DESFAVORABLE



Nada más cerrar el libro (no diré cuál) sólo se me ocurría pensar: ¿por qué algo tan supuestamente sencillo necesitaría de una tan larga como tediosa explicación? Pero una vez lo devolví a su lugar –en mi caso: ahí donde cae y se amontona para desesperación de T.- fui capaz-no sé- de comprender una simpleza todavía mayor: cerrados, abandonados a su suerte, todos los libros son iguales. Escoger uno, leerlo, intentar memorizar su cosa, supone una de las más graves imprudencias que puedan cometerse. Porque no sirven para nada. Porque los libros, como los tragos, sólo complacen en su sucesión. Y el último –así no dejan de reconocerlo los falsos bebedores y los falsos lectores- causa en el organismo un daño terrible, irreparable. Se lo llame resaca o iluminación. Contemplar un libro cerrado, una botella de whisky de malta sin descorchar, mantienen en vigor la esperanza, lo cual, en la mayoría de los casos, resulta suficiente par llevar una vida insignificante, como debe ser.
Los alcohólicos Anónimos lo saben. Basta verlos jactarse de su esencialidad. Me llamo fulanito y soy alcohólico. Mas, no existe una asociación semejante que ayude al lector  sobrepasar su vició. No hay –ni siquiera en la Gran Bretaña- un club de Lectores Anónimos. Me llamo menganito y soy lector. Ayúdenme. Y si por casualidad lo hubiera o hubiese, no lo duden: alguno de los asistentes a la dura confesión, uno de entre los más antiguos, se levantaría de su incómodo asiento y le ofrecería un libro: el que el santo fundador escribió para contar su magnífica y ejemplar experiencia de regreso a la normalidad. 

Si triunfara la propuesta, el recién converso gritaría al mundo su gran alborozo: Este libro ha cambiado mi vida. Y yo me pregunto: ¿para qué quiere nadie una vida cambiada; una vida que no es la propia? Aseguran –tirando para ellos- que los libros ayudan a conocerse. En esto también son como las copas de rioja o los gin-tonics. Aunque a su favor argumenten las livianas almas puritanas que los libros te enseñan lo mejor de ti mismo y, en cambio, los licores sacan tu lado oscuro. Unos al doctor Jekill y los otros a mister Hyde. Sea como sea, se da por sobrentendido que cuanto consigues entender de ti leyendo o bebiendo (como si no valieran las dos cosas a la vez) ya estaba en ti como un estigma. Asi que vuelve a dar igual. Me llamo zutano y no dejo de ser un mierda.

Un mierda ilustrado o un mierda ebrio. Todo antes de reconocer la propia y beatífica insignificancia, en cuyo seno una ignorancia activa, con el libro y la botella a la vista y al alcance de la mano, atenta a los detalles y no a los fundamentos, va trenzando los jalones de una vida que jamás dará lugar a la soberbia de una biografía.

Pero no voy a ser yo quien les diga qué deben o no deben hacer. Lean. Beban. Escriban. Consulten a su sicoanalista o al cura de su parroquia. Estudien mística zen o atóntense en las madrugadas de una discoteca. Son lo que son y van en coche hacía allí. Ahora bien, como lo canta Miguel Poveda, yo les pediría lo mismo: que [mientras] bajen la musiquilla del coche. Gracias.

domingo, 17 de noviembre de 2013

FAMILY LIFE




En el Juicio Final -¡dita sea!- ¿nos llamarán por orden alfabético de los apellidos o por el orden de llegada? En cualquier caso, la cosa irá para largo.

Entretanto, la familia vuelve a ser la solución. La vieja y (por tantos otros motivos) cuestionable familia vuelve a ser el paradigma de la sobrevivencia. El hijo, obligado por la ley celestial a abandonar la casa del padre y hacer la casa propia, regresa a aquella cuando la suya (pero a cuenta) se le cae encima. El padre, por su parte, sin llegar al extremo de Belén Esteban: ¡por mi hija mato!, se resigna a repartir lo que ya no son sino los restos, la ridícula compensación a una vida que si no hubiese sido por los niños, mira tú si la iba a haber vivido así. Sin embargo, tanto en el uno como en el otro, en el padre y en el hijo, gana la resignación, y la familia, como siempre, retorna el reducto firme, seguro, inviolable contra los males del vecindario, la sociedad, el mundo. La metáfora de la colmena se diluye ante la metáfora del nido. Microtopias.

Uno de los rasgos constitutivos del ‘capitalismo caníbal’ de nuestro tiempo –quizás el menos visible, pero también el más necesario para su proyecto- es la disolución efectiva de cualquier promesa de felicidad. A lo lejos, en el horizonte, no se vislumbra no el retardado juicio final que pondría a cada cual en su sitio, ni la sociedad sin clases plena de bondades y ni siquiera –mucho más cercano, casi a la orden del día- la aventura personal de salir de casa y hacer tu vida lejos de casa. La razón expansiva que justificaba la existencia de la familia ha perdido su rigor ante la familia como organismo cerrado, completo, un microcosmos sin relación posible con un exterior ocupado por entidades tan iguales, que entre ellos sólo es factible la violencia, motivada no por la envidia de sus posesiones (inexistentes) sino por el mero afán autoprotector que todos sentimos frente al espejo, si nada más contamos con nosotros mismos para sobrellevar el trago. Cacotopías.

¿Cuánto tardará el padre en levantarse una mañana convertido en el Saturno que devora a sus hijos? ¿Cuánto aguantarán los hijos sentando el cadáver del padre a la mesa para seguir contando con su pensión? ¿Cuándo será que el hermano asesine al hermano a la vista de que el reparto resulta insuficiente? Al fin y al cabo, no resulta tan descabellado [pensar] que la pobreza no pueda soportar la presencia del otro. (Kevin Power) Ni siquiera en familia. El show de lo real. La vida en tiempo presente, amigo mío.

domingo, 10 de noviembre de 2013

LA GLOBALIZACIÓN DE LA MIERDA




Doña Ana Botella, a la sazón Alcalda postiza de Madrid, tuvo una genial idea –una idea de esas que te hacen clamar ¡Eureka! y te enciende una bombilla de cien vatios por encima de la cabeza- nada más ser informada de la huelga de Barrenderos y demás servicios de limpieza de la Capital del glorioso reino de España.

-Pues, nada –dijo la señora Botella desbordada de alegría por haber hallado ella sola y sin ayuda de nada la solución a tan descomunal conflicto.- Nos llevamos las calles de Madrid a un país multicolor donde los pobres no sean tan melindrosos ni quisquillosos.

A los leales concejales de distrito asistentes al feliz parto resolutorio, se les descompuso el rostro y se les aflojó la gomina. Agitados como las lombrices (¡que son gusanos!) de un queso blando, intentaron responderle, pero por más de quererlo, no lograron recomponerse con presteza de un golpe tan severo. Doña Ana, entretanto, aunque sólo transcurrieron un puñado de segundos, tomó el silencio de los asistentes por una admirosa aquiescencia y se dispuso con grandes aspavientos a firmar el Edicto por el cual se trasladan las calles de Madrid a la lejana Indonesia, pongamos por ejemplo.

En ellos andaba cuando entró en la Sala de Juntas la ex-presidenta doña Esperanza Aguirre, fiera neoliberal a quien los prontos de doña Ana ya empezaban a atacarle los nervios.

-Pero mira si serás boba, Anita –gritó y hasta los leones de piedra de la estatua de la diosa Cibeles, a los pies del Ayuntamiento, se estremecieron.- Todo se globaliza, Amor, menos la mierda. Te lo tengo dicho.

-¡Ah! –salió de la boca de doña Ana un suspito con aromas de anisete- No sabía... que estabas ahí –añadió mirando a doña Esperanza y dejando de leer el escrito al que el infatigable Pedro P. daba los últimos retoques retóricos.

-¡Y dónde iba a estar si so ya cinco días recogerse las basuras!