.. llegué a la
fantomatización (…) La mejor manera, pensé, de ser una fortaleza inconquistable
es retirarse tras las apariencias. Por lo que cogí la cámara de fotos
irreparable de mi padre que mi madre había tirado a la basura pero que yo había
recogido a pesar de ser irreparable. Hice de ella una herramienta
fantomatizante. La impuse en la clase. Con la cámara inhabilitada hacía fotos a
los profesores. Decenas de clichés. Decenas de fotos inexistentes. De esta
manera yo las inexistía. Todas. Una tras otra. Las miraba desde el punto de
vista de la ausencia de mirada. Yo encuadraba. Disparaba. Ellas posaban.
Disparaba. Hice esto a menudo (Hélène Cixous. Los
ensueños de la mujer salvaje)
Fantasmas. Ausencia de mirada. Fantomatización, ¡qué nombre!.
Miradas perdidas, ¡qué proeza! Apariencias. Hacer fotos con la cámara sin
carrete, con la cámara estropeada, sin cámara inclusive, como los niños
disparan encuadrándote entre los dedos.
O fotografías de nosotros mismo donde nosotros mismos no
aparecemos aun estando como estamos allí. Postales las llaman. Como postales se
las conoce. Y es por una razón distinta en cada caso, que exiliados y
emigrantes se sirven casi con exclusividad de las postales. Tanto los unos como
los otros, mientras “permanecen fuera” remiten a “su gente”, todavía en “su
tierra”, esas fotos de ellos mismos donde ellos mismos no aparecen.
Los exiliados por prudencia. Los emigrantes por vergüenza.
Esta es la ciudad donde
ahora vivo. Ved qué bonita. Escriben exiliados y
emigrantes, cada cual a su modo, en el reverso de la postal, junto a las señas
abandonadas de un lugar más feo e inhabitable al que, pese a todo, la memoria
hermosea y vuelve acogedor. Pero la ciudad del exiliado es, en verdad, un
escondite y la del emigrante un descampado. Y uno y otro han de mentir el
verdadero lugar donde viven.
Dejemos, por su bien, al exiliado en su escondite. Hablemos del
emigrante. Del cual sólo podemos decir que ¡cómo no respetar su secreto!