martes, 26 de febrero de 2013

LOS PECIOS (fragmentos)




*Los barcos se van a pique, en esto se parecen abundantemente a la vida. A los restos de los barcos naufragados se los llama pecios, y se asemejan, en demasía, a los cumpleaños. Alcanzan la playa los pecios conducidos por el rumbo de las mareas y una vez allí, quien los encuentra goza de derechos sobre ellos y recibe su posesión. Llegan los cumpleaños y el cumplidor de tiempo se queda con la exclusiva, al menos durante esos ratos que duran las felicitaciones, de los recuerdos de los sucedidos del año que al día se cumple. Ruinas en ambos casos. Restos de una nave que fue, sin duda, la reina de los mares. Retazos de una vida triunfante sobre los días vencidos. Lágrimas que llenan océanos. Marejadas en el vivir cotidiano

*Las cosas tienden de por sí a desaparecer y los recuerdos terminan por desvanecerse. Cuando unas y otros (cosas y recuerdos) se emplazan, es decir, coinciden en tiempo y lugar, como en una cita, sucede lo imprevisto feliz del milagro.
Milagro, portento, ocurrencia, en fin, sin origen reconocible, sin principio datable. Por ejemplo, recibir –en tu onomástica, con ocasión de los Reyes Magos de Oriente- el regalo no solicitado en la carta a los Reyes, en las insinuaciones –no tan veladas por mor de hacerte entender a fin de cuentas- con que días antes de la fecha señalada bombardeas a familiares y amigos más obligados, pues ellos (los Reyes, los familiares, tus amigos del alma) ya deben estar informados al respecto, supones con gran concordia.
Milagro, maravilla, prodigio, suceder que no obstante su dificultad manifiesta, se cumple en lo imprevisto. Hecho donde la sosegada añoranza deviene transformada en cosa y la cosa tiene los perfiles concretos (como no podía ser de otra manera) de la nostalgia. Y que cada cual incluya, a continuación, su ejemplo más complaciente.

*En el mundo familiar a los pecios los llamamos trastos sin ninguna ceremonia. Trastos viejos, alpatanas, que se arrinconan con cierto deje proustiano en cualquier lugar recóndito de la casa; del salón en el ángulo oscuro. Mas siempre cerca, siempre al alcance de la mano, la parte del ‘cuerpo organizado’ más ávida de recuerdos y en cuya naturalidad se confía.
Quizá se eluda el nombre de pecio –resto de la nave naufraga que alcanza la playa- en favor del de trasto, bártulos, antigualla, para no indicar con ello que la vida familiar también transcurre en el mar y, como en el mar, en condiciones inciertas si no aparatosas; en la zozobra que amenaza la navegación y ya presagia el naufragio en lontananza.

*Hay una catástrofe presagiada en los juguetes (rotos). Una muñeca sin brazo. Un tren sin cuerda. Las piezas incompletas de un mecano.
Los cacharros abollados de una cocinica. Los soldaditos de plomo mutilados. Los tebeos descuajaringados, nos hablan, a la larga, de la fugacidad de la memoria; de la imposible empresa por conservar una memoria completa, veraz, de unos hechos que, supuestamente, deberían seguir ahí para volver. 
(Pero los juguetes rotos siembran de trampas el camino de regresos. 
Pecios de la edad.)
Hay una maldad –preconstitucional, ilegítima- en la perseverencia de los padres en conservar los juguetes rotos del hijo.
Con ellos le regalan la mayoría de edad.
Con ellos se despiden.

*El cuerpo se vuelve presencia, absoluto, una vez el alma lo abandona, porque para entonces es ya un cuerpo en ruinas, las ruinas de un cuerpo que fuera gozoso mientras contuvo un alma, que ahora lo abandona la primera, en esto como las ratas, al presentir el naufragio, la desdicha.
A la playa llegan restos del naufragio habido mar adentro, pecios de los cuales se apropia el desaprensivo bañista que lo vio todo sin acercarse presto por si había de ofrecer alguna ayuda. No tiene miedo que le ocupó antes, cuando no acudió, pues –lo sabe- las ratas no nadan hasta la playa. En esto, como el alma, las ratas se pierden, desaparecen –que se volatilizan, lo diríamos de creer en el milagro- para, sólo mucho después, reaparecer, resucitar –alma y ratas- en la memoria: en los relatos siempre beneficiosos de las proezas que realizó el barco antes de irse a pique -como es irse a ninguna parte-; en las alabanzas de la vida clara, sin matices, que en vida llevó el muerto. 


lunes, 25 de febrero de 2013

Tres tristres trigres



Que el lenguaje anda pervertido últimamente, nadie se lo cuestiona. ¿Para qué? Conviene. Como, al parecer, nadie habla ni escribe bien, con la precisión debida, resulta más fácil meter digos por diegos y diegos por ¡bendita sea la madre que te parió, Prócer!

Debiéramos, no obstante, distinguir dos tipos de perversiones al respecto. La una: formal, de grafías y ortografías, cuya culpabilidad, mayormente, se viene achacando a los jóvenes de todas las edades en su maléfica alianza con las nuevas tecnologías (¿de la comunicación?) y con la simplificación como único objetivo; lo cual, si no es el sueño de los filósofos, poco le falta: meter el máximo de significados en el mínimo de significantes, palabra de dios.

La otra: conceptual; el empleo desvirtuado  de un ‘conceto’ (Manuel Manquiña en Airbag) que, en cualquier caso, se expone a la vista de todos en su magnificente apariencia, perfecto como un haiku, con la única intencionalidad de amañar su verdadero sentido, si es que tal cosa la hay.

De aquella poco merece la pena comentar en tanto producto del estado de inocencia característico de la juventud, carente de otra maldad que no sea la prisa. Esa ligereza de pies que les hace captar las cosas a su alrededor de manera oblicua, de soslayo, como de refilón, pero en la que no faltan las veces en las que acaban dando con un gran acierto. Por ejemplo, cuando abrevian ‘finde’ por fin de semana. A lo mejor sobreentienden (que es manera de entender sin enterarse) cómo a falta de semana laboral no hay, para un fin de semana completo, los dineros suficientes. ¿Lo pillan? Pues ellos sí que pillan lo que pueden.

En cambio, de esta, la segunda, se podría hablar hasta quedarnos mudos como quisieran. Porque no hay error ni falta en cuanto dicen, tan sólo mala intención. El deseo de que nadie ‘les pille’ nada de lo que hablan, pues no era eso lo que hablaban. A fin de cuentas (las cuentas del Mercado), sobre todo son suyas las palabras. Mas la policía no es tonta (es mala, muy mala, lo peor) y cuando ve un cigarro apagado, hasta se siente capacitada para testimoniar que allí alguien ha fumado. Como García Revenga, secretario de las niñas, asegura que su presencia en Nóos fue ‘testimonial’, aunque ahora se muestre remiso a ofrecer verdadero testimonio de cuanto pasaba por allí: No pienses que te espío, / no llego a ser tan ruin; /es torpe que tú creas / que quiero "sorprenderte en un desliz" (Luis Eduardo Aute).

Porque no le consta, claro. A García Revenga, como a tantas y tantos –resulta feo señalar-, no le consta. Lástima, porque siendo todos tan sabihondos, poco les costaría enterarse. El pronombre personal generalmente desempeña las funciones del sujeto, así que a ese sujeto de la proposición ‘no me consta’, le bastaría acercarse hasta allí donde, supuestamente, consta o no consta lo que todavía no le consta, para cerciorarse. Y entonces volver con la constancia de lo que verdaderamente consta. Pero no. Ese recurrente ‘no me consta, ¡vive dios que no me consta!, pretende asegurar que lo que no le consta a quien está en situación de que le conste –porque él mismo es el sujeto de la acción de que conste o no conste-, simplemente es para decir que no es verdad. Lo cual a mí sí que me consta que No és això, companys, no és això;/ ens diran que ara cal esperar./I esperem, ben segur que esperem./És l’espera dels que no ens aturarem /fins que no calgui dir: no és això. (Lluis Llach)

sábado, 23 de febrero de 2013

fotografía comentada



Recuerdo a mi padre como un hombre grande. Grande y tronante. En cualquier caso, más grande que yo, incluso cuando también yo, como él, me convertí en un hombre y le superé en altura. Medía yo quince centímetros por encima suyo, y aún tenía tiempo de alargarme otro poco. Pero entonces, mi padre, que venía siendo de tan delgado una lástima, se puso a engordar. Y comparando volúmenes, de eso iba en realidad, él continuó siendo más voluminoso que yo. Siempre ocupaba más sitio que yo.
Sobre todo, porque aprendió a sentarse y a quedarse quieto sentado mientras yo no dejaba de agitar a su alrededor, animado en quitarle ese sitio que, por lógica, ya me correspondía a mí y no a él. Que fue inútil, sobra comentarlo. Que llegué a odiarlo por ello, me parece está de más repetirlo.
Luego, se murió, y yo lo miraba (morirse) desde los pies de su cama de enfermo fiel. Supongo que ese debió ser un buen momento para perdonarlo todo. Sin embargo, no lo hice. Al contrario. Lo odié más que nunca. Y creo que por una vez con razón. Esa manera suya de dejarme en su lugar, era, en realidad, que me abandonaba.

fotografía comentada



El culo de las mujeres nunca debió estar ahí donde está. Les basta con darnos la espalda, y ya empezamos a echarlas de menos. Hasta ahora veníamos creyendo que ese echarlas de menos era por cuanto nos arrebataban de la vista. Pero no. Si se las añora, es, precisamente, por eso nuevo suyo, el culo, que te ponen ante los ojos.
Eso dice bastante de su mala leche. Se alejan y a cambio te ofrecen el más prometedor de los recuerdos.
Al contemplar el culo de una mujer, siempre te haces la misma estúpida pregunta que frente a un planisferio celeste:
            Y nosotros, ¿dónde estamos?
            Aquí, ¡idiota1!, mirando el culo de las tías que se alejan.
Simplemente se alejan