martes, 11 de septiembre de 2012

NOTICIAS DEL EDÉN



Había una vez un lugar llamado El edén de los pantalones adonde acudían los hombres y las mujeres del lugar, y también los forasteros, a cambiar su viejo pantalón raido por otro nuevo y, además, de moda.

Lo mismo vendían, pero a escondidas, como si lo tuviesen prohibido, enfrentado a las leyes del comercio, blusas y camisas, chaquetas y rebecas, niquis, camiseta, abrigos, impermeables, calzoncillos y braga, calcetines, medias, batas, combinaciones, pijamas y camisones, fajas para las señoras obesas y fajas para los hombres herniados –como si fuera poco natural un hombre gordo, tripón y hasta desmesurado y a ninguna mujer le atacara la hernia umbilical-, sombreros, gorras y pamelas, felpas, guantes y manoplas, zapatos para la calle y para la casa. En fin, que en El edén de los pantalones había  cuanto la gente precisa para andar bien vestida y arreglada, fueran cuales fuesen sus gustos y sus tallas, su apremio o su capricho.

Pero como ya les he dejado entrever –soy un narrador naturalista a mi pesar- si por algo destacaba El edén de los pantalones, el nombre ya lo dice, era por sus pantalones.

Qué tenían de especial, cuesta explicarlo. El corte, la caída del pantalón –primordial-, el ajuste a las caderas y a la cintura, no eran, en realidad, ninguna cosa del otro mundo. Tampoco sobresalía por la calidad de sus tejidos, ya fuese el algodón, la pana, la mezclilla o incluso la seda (tan femenina y tan elegante) y el lino, que soporta la dificultad añadida de lo mucho y constantemente que se arruga. Los diseños, por su parte, aunque variados como los productos de una botica, no se apartaban ni un ápice de lo natural y no rozaban ni el atrevimiento ni el desafuero, más propio de los modistos franceses. Eran pantalones y con eso había bastante.

Entonces, ¿qué hacía de El edén de los pantalones eso precisamente: un edén?

¡Ay! Pues que un día lo cerraron y ya nos vimos todos con el culo al aire.