miércoles, 25 de abril de 2012

El maestro ignorante –III

 .- He estado explicando zen toda mi vida y sin embargo nunca he podido comprenderlo. 
.- Pero, ¿cómo puedes explicar algo que tú mismo no entiendes? 
.- ¡Oh! ¿También tengo que explicarte eso? (Mashuo Basho) 

Pues eso -vamos, digo yo- que hay cosas a las cuales no hay porqué buscarles su explicación. Por ejemplo, los agujeros negros. ¿Quién entiende un agujero negro? En realidad, ¿quién entiende un agujero?, del color que esté pintado. Los agujeros, hechos para caer en ellos, carecen de razón. Están ahí porque sí. O porque no tienen nada dentro. Entonces, ¿cómo van a tener explicación si necesariamente están vacíos? Como los bolsillos. Pero ésta es, sin duda, otra cuestión, pues un agujero en el bolsillo significa –ni más ni menos- que nos hemos gastado de más cuando debíamos haber gastado de menos. O no debíamos haber gastado nada. Lo deberíamos haber ahorrado todo. Pero pasó lo que pasó y es así la cosa que de tener agujeros en los bolsillos, hemos pasado a lo más hondo de un agujero negro. De algo extremadamente significamentoso (el agujero en el bolsillo) al otro extremo de lo que no tiene ninguna significación. ¿Cómo salir de ahí? ¡Ah!, amigo mío, me he pasado la vida explicando economía y sin embargo nunca he podido comprenderla. Pero, ¿cómo puedes explicar algo que tú mismo no entiendes? ¡Oh! ¿También tengo que explicarte eso?

 ...ser rico consiste más en disfrutar de los bienes que en poseerlos, pues la riqueza es el ejercicio, esto es, el disfrute de estos. (Aristóteles, Retórica)

De modo que no es verdad el que los españoles hayamos vivido por encima de nuestras posibilidades, como señalan algunos biempensantes, sino que supimos aprovechar las posibilidades que nos ofrecía, como dice el malpensado Sampedro. Y luego… que nos quiten lo bailado. Lo cual en ningún caso puede significar que apaguen la música, sino –mejor- comenzar un nuevo baile con lo poco que no nos quiten. La alegría va por barrios. 
(continuará...

martes, 24 de abril de 2012

La oración de Juan Fernández

No pienso en el alma. Tan mezquina. Tan cobarde como para abandonarte a la primera auténtica contrariedad que se te presenta.

Si me dijeran que el alma muere contigo –conmigo-, pondría en el alma alguna confianza, y como el héroe de uno de esos filmes desastrosos, a lo mejor le pedía, le rogaba y, por último –con cara yo de niño y ella de madre asustada-, la obligaba a marcharse, la echaba de mi lado mientras ahí me quedaba yo –pura espina- resistiendo las acometidas de la muerte. Entonces, en su tristeza, en su morosidad al retirarse, encontraría algo de bondad en la obra de dios, escondido tras el objetivo de la cámara.

Pero no. Nada más la muerte pronuncia la última sílaba de tu nombre –incluso antes, mientras orinas el miedo, como cada mañana al salir de casa-, dios recoge lo que es suyo, te lo arrebata, con el alma eternamente complacida. Mas aún sobra tiempo para una postrer mirada. La de los ojos muertos de aquel que muere porque le corresponde, que ven extenderse la nada, como el agua de un mar entristecido, entre ti y el culo sonriente de tu alma.

miércoles, 18 de abril de 2012

El maestro ignorante (citas de nucho provecho)

El olfato fue el primero de nuestros sentidos, y tuvo tanto éxito que, con el tiempo, el pequeño montículo de tejido olfativo situado encima del tendón nervioso se desarrolló hasta convertirse en el cerebro. (Diane Ackerman. Una historia natural de los sentidos, pág. 38)

Semejante enunciado, contra el cual carezco de argumentos, trastoca en profundidad el significado que le atribuíamos, de forma bastante machista, a exclamaciones tan nuestras como ‘por narices’ o ‘no me infles las narices’.

A tenor de lo dicho por la Ackerman, debemos admitir lo obvio: ‘por narices’ no era ‘por cojones’ -tal y como, insisto, el machismo nos hacía creer-, sino ‘muy pensado y meditado’. Igualmente, quien ruega que ‘no le infles las narices’, no pide eso: que ‘no le infles los cojones’ (sic), sino que no le hagas pensar más. Vaya lo uno por lo otro, pues, la verdad, uno acaba ‘hasta las narices’ cuando persigue el sentido de las palabras… entonces no sirven, son palabras.

Pensamos porque olemos. (ibídem, pág 38)

Mas no debe inferirse de ello que quien más huele -lo mismo si huele bien o hiede a perros muertos- piensa con mayor largueza e intensidad que aquellos otros seres que a su propio olor lo evitan o lo tapan con los remedios al uso.

Por el contrario, no sobra suponer, que los perfumes y las pestes alteran la naturalidad del pensamiento en no poca medida.

(continuará…

Una investigación


INVESTIGUEMOS por qué ese Hombre, ya en su plena madurez, se sigue chupando el dedo.

1. su Madre, malvada como una Reina de Ajedrez, lo apartó de su pecho apenas él cumplía los siete meses.

2. su Padre, tan superficial y engreído como un Rey del Ajedrez, le robó su caja de lápices de colores, un día mientras dormía.

3. su Hermana Vicenta, retorcida como un Alfil del Ajedrez, se lamía en su presencia la larga tranza rubia que le recogía el pelo.

4. su Abuelo materno, empalmado como las cuatro Torres del Ajedrez, lo sentaba en sus rodillas y le contaba las largas historias de los seminaristas.

5. su Tía sevillana, embrutecida como los dos Caballos negros del Ajedrez, pero de crines canas, le echaba laxante en las natillas.

6. y su noble Compañero de pupitre, un monaguillo cateto que no contaba entre los Peones del Ajedrez, le llamaba Gorrión:

Nene mamón,

sacate el dedo

del monedero.

Que lo tienes tan cortito,

que parece un pajarito.

sábado, 14 de abril de 2012

Un cuento chino

[ Ella es él en esta historia. - Y Él le responde siendo ella. - Componen sus siluetas el Angelus de Millet. - La cámara se va acercando como si curioseara. - La escena se ilumina hasta cegar. - Suena, en off, un imperativo ¡Corten! - Él levanta la cabeza y se suelta las manos. - Ella arroja el sombrero al suelo con vehemencia. - Se miran de frente, fuera ya de cámara. - Ella adusta. - Él esquivo.]

Él. –Fue cosa del chino. Sí…El chino del supermercado, ya sabes …

Ella. -¿Tú me tomas por tonto o qué? ¿EL chino? Ni que el chino fuera por la vida deshaciendo matrimonios. Lo que pasa es que tú eres una…

Él. -Oye, eso que me ibas a llamar, ni se te ocurra pensarlo. No me creas si no quieres, pero es la pura verdad. Me encontré con el chino a la salida del metro. Llovía. Llovía a mares, y el chino bueno me reconoció, y como le acababa de comprar un paraguas a un compatriota suyo enseguida se ofreció a acompañarme.

Ella. –Y tú, tan condescendiente como una princesita rusa, le seguiste la corriente. Vale, y yo que me lo creo.

Él. –Pues sí. Fue tal y como tú mismo lo cuentas.

Ella. –No, si ahora va a resultar que el embustero soy yo.

Él. –Si es que no me dejar terminar. El chino me cobijó bajo el paraguas y fuimos andando juntos hasta la tienda.

Ella. –Y te metiste en la tienda con él.

Él. –Pues claro. ¿Qué menos querías que hiciese? Tenía que comprar el pan. Y patatas. Y tu dichosa botellita de vino.

Ella. –Culpable. De nuevo soy yo el culpable.

Él. –Que no, coño. Te lo repito una vez más: la culpa la tiene el chino.

Ella. –Ya me dirás tú por qué.

Él. –Porque me dijo que llevaba la ropa mojada y que pasara a la trastienda, donde tenía una toalla y me podría secar.

Ella. –Y tú, como una tonta, vas y te metes en la boca del lobo.

El. –Estaba empapada, ¿qué otra cosa podía hacer?

Ella. –Nada. Dejarte llevar y quedarte en pelotas delante del chino… que ni miraba, claro.

Él. –Otra vez. Yo entré a la trastienda y el chino, ni corto ni perezoso, se vino detrás de mí. Me secaba el pelo con la toalla. Tenía los ojos velados cuando, de pronto, noté que alguien me estaba desabrochando la blusa.

Ella. –Y entonces ni se te ocurrió arrearle una hostia, vamos.

El. –Pero…si sólo intentaba ayudarme.

Ella. –No me digas. Te desabrochó la blusa. Y luego te quitó el sujetador. Te abrió la cremallera de la falda, que se cayó al suelo de lo mojada que estaba y por lo mucho que pesa la ropa mojada. Y te bajó las bragas. Y te metió mano. Y… Y yo que sé …

Él. –Bueno, no todo fue tan deprisa. Yo le dije que se estuviera quieto, pero claro, el pobre hombre apenas si me entendía. A los chinos les cuesta mucho enterarse. En cambio las chinitas, si que aprenden rápido. ¿No? Porque eso fue lo que tú me contaste, que le estabas enseñando el castellano a la mujer del chino.

Ella. –Ahora no estamos hablando de eso, ni mucho menos.

El. –Pues me da igual de lo que estemos hablando. Por supuesto, lo tuyo era altruismo y lo mío ponerte los cuernos. Pero si te pille metiéndole la lengua entre los dientes.

Ella. –Eso era por el método…

Él. –Qué método ni qué ocho cuartos. Que te la estabas tirando ¿O le enseñabas anatomía en vivo y en directo?

Ella. –Exactamente. La mujer tenía hora con el médico y no sabía cómo explicarle dónde era que le dolía.

Él. –Y le dolía precisamente ahí donde tu tenías las manos puestas. Como si las tetas de la china fueran dos croisanes o algo así.

[voz en off: Rodamos. Ella y él recomponen la imagen del Angelus. voz: ¡Acción! Se oye el sonido de la claqueta.

Ella y él. –Perdónanos, Señor, porque no supimos lo que hacíamos.

Voz masculina en off: El ángel del Señor anunció a María. Voces femeninas del coro: Que concibió por obra y gracia del Espíritu Santo. Suena, esplendoroso, el brindis de La traviata.]

jueves, 12 de abril de 2012

El gobierno de Casandra (una explicación)

Al principio de temporada, un equipo de la NB –no sé si los Chicago Bulls, los Orlando Magic o los Knicks de Nueva York- contrató los servicios de Casandra. Querían –dijeron- orientarse por las predicciones de ‘la bruja’ y así, en la medida de lo posible, readaptarse a las circunstancias del PPartido, como en los ‘tiempos muertos’.

Perdieron, sobra decirlo, los dos primeros encuentros –contra Miami Heat y los Grizzleis del mediano de los Gasol- tal y como Casandra vaticinara. De modo que se vieron obligados a apartarla del equipo tras comprobar cómo afectaban sus oráculos negativos en el ánimo y la entrega de los jugadores, los cuales se sentían incapaces de aceptar lo trágico que hay en cada destino. No somos héroes –confesaría el base en una rueda de prensa que ofreció para salir al paso de tan malos resultados- simplemente somos jugadores de Basket.

Casandra, pese al contrato blindado, se avino al cese por menos de la mitad de la indemnización que le correspondía, pues así lo había visto en uno de sus sueños que ocurriría y, elemental, no iba a ser ella quien se contradijera. Se limitó a contestar las preguntas de los periodistas con que ‘sólo quien desconoce a dónde se conduce, puede actuar libremente y alcanzar el triunfo sobre lo imponderable’.

De un sitio a otro, en plan turista, anduvo Casandra mientras le duró el dinero. Estuvo en Grecia y en Italia. Pasó de ligero por Islandia y Portugal, y finalmente recaló en España, víctima de los estragos comunes de la tercera edad que con tanto éxito se alivian en las costas levantinas, donde, por mandar allí los de siempre –gente cultivada- ya conocían de sus dotes patro-cínicas (barbarismo), esas que de inmediato puso a su entera disposición.

Por Valencia –sabemos- Casandra tonteó lo suyo entre los consellers de la antigua taifa, reconquistada por el mismísimo Cid Campeador, como Casandra les recordó a los olvidadizos cristianos del lugar, reconvertidos en mercaderes fenicios. Lo mismo fue que les prometió el oro y el moro (o el oro del moro), mas advirtiéndoles de que, igual que don Rodrigo Díaz, de él disfrutarían después de muertos. Es decir, lo gozarían, apartados ellos, sus herederos, familiares directos y amigos de ocasión, quienes, en laico derecho, no se juzgan por los errores del padre y del líder, pues todo se hereda menos la hermosura, así lo enseña el refrán y se hace más visible aún en las caras agrias que suelen poner los deudos cuando se les interroga sobre los confusos avatares del muertos, para ellos –aseguran- todo un misterio inaccesible.

Desde la próspera Valencia, donde ya no precisaban de sus servicios, pasó Casandra a Toledo, capital imperial y en cuyas fraguas se forja el más duro acero. Vencieron en Castilla sus conversos, no más fiarse y entregarse a los peores augurios de ‘la maga’ (pobre Cortázar), que si incluían darles el gobierno, también les entregaba –se quejaron- un lugar tan devastado y mísero, que hasta las retornadas golondrinas colgadas de los altos balcones, si antaño respetadas por ser ellas quienes libraron de las punzantes espinas la lacerada cabeza de cristo, ahora se servían en el plato de los más pobres, compaña de unas tristes migas cocinadas aprovechando las áspera cortezas de un pan de molde enmohecidas.

Pero Casandra, ¡Ay!, continuaba sabiendo jugar sus cartas con fortuna, y así fue como una buena mañana, mientras los demás dormían el plácido sueño de los estómagos vacíos –una vez puesta de moda la hidalga manera de levantarse de la mesa en la que apenas si reluce algo de cena, sentenciaban con voluntad gallarda: ‘de grandes cenas están las sepulturas llenas’; una mañana, decíamos, Casandra huyó a escondidas de las riberas del Tajo y se vino a vivir a Madrid, donde fue recibida con tan grande alharaca, que a poco de llegar, ya era venerada como una santa. San Mariano, la castellanizaron, y Rajoy la apodaron, por amor, de no levantar la liebre, ya que estando la situación tan crítica, más de uno habría de gustar echarla en su propia cazuela.

Con todo, no vayan a creer que aquí se acaba la historia, señores, pues la misma no ha hecho sino empezar. Tanto es así, anatemiza el ahora san Mariano, que España –mi querida España, esta España mí, esta España nuestra, pero sólo en la canción de Cecilia- está a punto de ser intervenida (¡vaya oportunidad para recortar en sanidad!) por el famoso ‘caballo de madera’, en el cual -como bien sabe Casandra y, a lo mejor, también san Mariano- se alberga la traición, a España claro. Y ¿qué será de Casandra/san Mariano? Pues muy sencillo, se entregará a los brazos de Merkel-Agamenón, de cuya unión vendrán al mundo dos hijas: santa Dolores y santa Soraya, siendo su abuelo santa Esperancita. Pero, bueno, esta parte de la historia por venir (sin porvenir) mejor será si la siguen en Sálvame y… sálvese quien pueda.