lunes, 28 de mayo de 2012

Dos poemas sobre lo mismo


A todos vosotros, lectores, os supongo conocedores del grave poema de don Gil de Biedma, De vita beata, mas por si no es este el caso, helo aquí:

En un viejo país ineficiente,
algo así como España entre dos guerras civiles,
en un pueblo junto al mar,
poseer una casa y poca hacienda
y memoria ninguna. No leer,
no sufrir, no escribir, no pagar cuentas,
y vivir como un noble arruinado
entre las ruinas de mi inteligencia.

Bien está. Pero, puestos a escoger retiro, les propongo lean estos otros versos de Alexis Piron, de muy distinto tenor:

¡Yerra siempre, anda, ve, camina así!
Si yo envejezco, tierno insistidor,
Recuerda que el patriarca que yo fui
Fue en todo tiempo un viejo vendedor,
Que cuanto yo deseo en el presente,
Es morir cual poeta inteligente,
De nuestras inquietudes liberado,
Sin ruido y sin ninguna arenga vana,
Con mi lengua en tu lengua casquivana,
Y mi frente en tu pubis venerado.

Prueben, comparen, y quédense con lo que más les convenga.

viernes, 25 de mayo de 2012

Pa lo que da un partido (de fútbol)


Perder su oportunidad. Es eso, y nada más, lo que ha hecho doña Esperanza Cha-cha-chá, la dama boba madrileña en la que nunca pudo pensar Lope de Vega, negándose a ir en ‘persona’ (?) al partido entre el Barça y al Athletic Bilbao -o como ella misma mejor lo diría, entre Catalanes y vascos (en orden alfabético)-, final de la Copa del Rey, la cual, por cierto, y sólo mirando por su perpetuación en el tiempo una vez se nos muera el rey, mejor habría sido llamarla Copa de la Constitución Española.
Pero, a lo que íbamos. Digo yo, que si doña Esperanza estuviera o estuviese (no distingo cuál de las dos formas le sonará a ella más castiza) en el campo de juego, que es terreno neutral, a la hora de que, conforme a sus temores, catalanes y vascos piten con grande desafuero el Himno Nacional en su versión más corta –por si luego hay prórroga y hasta penaltis y con ello se retrasa la cena del Príncipe y su Señora, pobre, con lo delgadita que está, si parece ella misma un silbido de los que darán los aficionados-, habría gozado doña Esperanza de realizar unas proeza digna, incluso, de don Donoso Cortés. La de levantarse de su asiento principal y ausentarse en ‘persona’ (?) de tan separatista evento.

Creo que, por una vez, doña Esperanza, tan graciosa, no lo ha calculado bien, pues luego de una acción semejante, de tan alto valor y arrojo, equiparable a las gestas del Alcázar de Toledo y el Santuario de Santa María de la Cabeza (algo de memoria histórica hay que guardar), sería recordada, por los siglos de los siglos, como doña Esperanza Cutre, patrona in pectore de la recia España (pronúnciese España a lo Carlos Sobera), virgen vencedora –no importa cuánto haya gastado en ello- del dragón independentista que de cuando en cuando –cuando no juegan la final de la copa el Real Madrid y el Castilla de blancas banderas-, pretenden tomar Madrid, como los indignados que tanto la agobian asentándose en la explanada de la Puerta del Sol, donde ahora tiene su casa en propiedad y, mire usted qué curiosidad, antes nos llevaban a muchos a la fuerza y nos dejaban acampar en sus sótanos al menos durante tres días y si la cosa iba de buenas. Porque ya lo cantaba José Meneses: Reloj de Gobernación que por fuera da la hora / y por dentro la extramaunción.

Fingiendo un dulce cuento infantil


Junto al internado, pared con pared y compartiendo desagües, había una casa de putas. En realidad, no era sino un convento de monjas. De monjas que lo eran y novicias aspirantes. Pero un convento de monjas como uno de los conventos de monjas de los que suelen hablar los medievalistas. Conventos donde abundaban las monjas licenciosas. Comprensivas. Espléndidas en su generosidad de gente humilde. En su inocencia. Eficaces proveedoras de los alivios que los internos necesitábamos cada vez que la melancolía se adueñaba de nuestras míseras almas sin pulir. Capaces de dudar de hasta lo más sagrado. Y no eran pocas las veces, las ocasiones en que la terrible, la desoladora melancolía, la bilis negra, se metía en uno de los internos que sumábamos. Bastaba un ligero cambio de clima para que hasta el menos infeliz de nosotros, ese que apenas si echa de menos a los suyos por más meses sin verlos, se le viese ausente. Como contando musarañas. Alimentando en su interior zaherido alguna maldad irremediable. Tal que renegar del internado y de lo que en él nos enseñaban. Del orden reinante en el universo. De la premiosidad de una realidad suprema para la cual allí, en el internado, nos preparaban los Padres.

Entonces era cuando las hermanas –que ni lo eran entre sí y no con respecto a ninguno de los internos- acudían en nuestro auxilio. Con tanto fervor, con tan esmerada consideración, que luego de estar con ellas, a la vera de una de entre ellas, la que escogías guiado por el tesón del recuerdo apremiante,  ninguno nos íbamos de vacío. Como se suele decir. Como decimos aunque así será que mintamos. Sin mala intención. A la fuerza. Enmarañados por un querer contar lo que sólo si se mantiene en silencio, amparado en su secreto, cobra su existencia. Que a la vista resulta falsa. Y una vez contada, se pierde.

Pues, la verdad, lo que las dulces novicias, las aspirantes a monjas del convento de monjas emparedado al internado, hacían en nosotros era vaciarnos. Nos arrebataban la desaconsejable melancolía de un tirón. Cuando más descuidados estábamos. Cuando ya pensábamos que jamás lo alcanzaríamos. Que no dábamos más de nosotros mismos en ese vano intento de librarnos del mal por nuestra cuenta.

Solos. Mercenarios de la soledad en la cual nos habíamos refugiado. Huyendo, precisamente, con decisión convicta, de la otra soledad que compartíamos. La presencia repentina, surgida de la nada, de una de las novicias, aquella que más nos podía apetecer por su semejanza con algo que traíamos presentido de antes de ingresar en el internado, coincidiendo con el punto más alto de nuestra desesperación, bastaba para devolvernos la vida sosegada que, por fin lo comprendíamos aunque poco nos fuese a durar, no estaba en el mundo, por muy querido, que habíamos fuera y del cual manaba nuestro furtivo desconsuelo. Sino en el interior oscuro, nocturno, de aquel internado, estratégicamente situado al lado de una casa de putas, que habría de ser nuestra vida desde el primer día en que pisamos su suelo frío, desangelado, llevados de la mano de un Padre, que aun cuando él no lo supiese. Incluso cuando el Padre aquel afirmaba lo contrario: que lo era, no era, ni por casualidad el Padre que mamá hubiese querido para nosotros; sus hijos arrebatados.

miércoles, 23 de mayo de 2012

Recortes


Nadie feliz es escritor, dice Margaret Mazzantini, escritora y, por ende, infeliz, y como acaba  de publicar una novela, Nadie se salva solo se titula, entiendo que trata de hacernos infelices a sus deseados lectores, a efectos, claro, de que, todos, igualados por ella en la infelicidad, podemos salvarnos juntos. La frase no pasa de ser una de esas a las que llaman felices –curioso que las palabras sean felices y las personas que la escriben no-, y a las cuales todo el mundo asiente con un sencillo y conciso ¡Qué razón tiene! Pues bien, como tiene razón, o se la damos, que para el caso viene a ser lo mismo, no vamos a discutir. Vamos a dejarlo como está y ya veremos, con el tiempo, si la Mazzantini pasa a ser feliz y no publica más novelas, cosa que le deseo fervientemente.

Lo que me preocupa de toda esta cuestión baladí es el provecho que le pueda sacar doña Esperanza Cha-cha-chá y Gil de Biedma (sí, como el poeta, primos carnales, por más que éste fuese un mucho gay y doña Esperanza esconda el parentesco en el armario) en eso tan suyo de la aplicación de recortes en la educación. Pues, vamos a ver, si nadie es feliz cuando escribe y, por osmosis inevitable, nadie es feliz cuando lee, lo más caritativo no puede ser sino eliminar el enseñar a leer y a escribir. O sea, cargarse definitivamente la enseñanza pública y gratuita, porque también es admisible que si, pese al esfuerzo de las Autoridades en hacernos dichosos, hay quien quiere no serlo escribiendo y leyendo, que lo pague.

Como están las cosas en casa, hay que tener mucho cuidado con lo que se escribe y no malgastar las palabras al tuntún.

viernes, 11 de mayo de 2012

Historia de la Yerbabuena


La yerbabuena debió ser criatura o cosa que se le ocurriera a la imaginación barroca y desbocada de don Luis de Góngora y Argote. Una de esas muchas y variopintas noches que don Luis se las pasaba, luego que colgaba la sotana en la alcayata tras la puerta, paseando bajo las estrellas encendidas por la playa cordobesa del río Guadalquivir, allí donde el Guadalquivir se dobla y recupera su vieja forma de luna mora, habría de ser cuando lo pensara. Mas, dejó pasar la ocasión, atraído, quizá -¿quién es uno para saberlo?- por el repentino brillo blanco de una luciérnaga, la cual, en la realidad, no era sino el farolillo mal alimentado de aceite de una casa de citas para hombres, como ya pudo comprobar él mismo al acercarse. Este abrírsele los ojos ante lo que tomara por luciérnaga, lucerillo o candelilla, y no era más que lupanar, le obligó a huir de allí con la premura que le daban sus cortas piernas y a ello se debe que ya don Luis, en su ciega carrera, pasara por alto la Yerbabuena y no se parara con ella, ni siquiera a darse las buenas noches.
-          Buena noches, don Luis.
-          Buenas noches, Yerbabuena.
-          Ahí vamos.
Sobra decir que este diálogo ni siquiera tuvo empiece, pues don Luis había huido del lugar mucho antes y la Yerbabuena se las tuvo que ver negras para venir al mundo sola, como a la mañana siguiente la encontraron. Y no una ni dos ni tres, cuatro mujeres, que o bien iban alegres a recoger las aceitunas tan de madrugada o se retiraban cabizbajas de esa labor oscura que tanto las lacera y cuyo nombre es daño incluso pronunciarlo, quienes hallaron, tirado entre los matojos, el cuerpecito todavía sin vida de Yerbabuena. Lo recogieron del frío y húmedo suelo, y lo arrastraron con ellas hasta allí donde fuera que fuese o se volvieran.
Con Yerbabuena en los brazos de una de aquellas samaritanas, fue la más vieja de las cuatro la que habló primero:
-          Pobrecita niña.
A lo que las demás, atentas, consistieron:
-          Qué poquita cosa.
-          Mi niña reina.
-          Para mí que me la quedo.
Porque ya las cuatro se sentían las madres de Yerbabuena, quien, poco a poco, entre las caricias y mimos de las parturientas,  
una le daba la teta
dos le colocaba los paños
tres le calmaba el llanto
Y la menor de las cuatro, le hacía reír con sus encantos,
volvió a renacer Yerbabuena entre los dimes y diretes de las gentes bien pensante, esas a las que no les gusta que el mundo, tenga su pizca de menta picante.